A través del cristal, el ruido amortiguado y creciente de las pisadas anticipó por fin su llegada. Escondido al abrigo del oscuro ventanal del segundo piso ubicado en el vetusto edificio que albergaba la extinta panadería danesa de la señora Margott, sus ojos escudriñaban inquietos el pequeño ensanche del final de la calle mientras apretaba los puños con firmeza. Aquel pequeño vertedero, sin capacidad siquiera para llamarse plazoleta, tenía sin duda amplias raíces en su memoria. Desde las tardes de grandes partidos de fútbol en dos cuartos de acera con sus amigos hasta aquellos interminables torneos de chapas hasta la madrugada, pasando por las duras peleas con otros grupos de chavales de la calle Argentina o el parque Encina. Incluso pudo saborear de nuevo media docena de húmedos besos robados a algunas incautas a la luz de una cómplice y decrépita farola, única superviviente en la zona de ese enemigo implacable que es el tiempo. Un inconcebible suspiro se evaporaba entre las sombras cuando, de repente, apareció.

Al acercarse más al ventanal observó que, sin duda, los años no lo habían tratado demasiado bien. De hecho, no pudo evitar sonreír cuando comprobó que, de manera incomprensible, intentaba escapar por el antiguo callejón de los contenedores. Tapiado más de veinte años atrás para evitar la aglomeración de drogadictos en la zona, media casi dos metros y medio aunque, al parecer, aquel estúpido lo había olvidado por completo. Una incipiente barriga desbordaba con contundencia una vieja camisa de colores, desteñida hasta el extremo y totalmente armoniosa con un rancio pantalón de pana. Su cabeza, desde la que se podían ver brotar por doquier hilos de sudor, tenía ya más zonas despobladas que habitables. Las enormes gafas de pasta con cristales amarillentos y patillas remendadas con esparadrapo hacían juego con el fracasado conjunto de arlequín.

Tras desestimar la escalada del muro, el tipo se giró para observar la llegada de sus perseguidores. Cuatro sujetos, vestidos con trajes elegantes y oscuros, irrumpieron en la ratonera y se acomodaron en distintas zonas de la plaza sin hacer ningún ruido. Y es que, a veces, a los tigres les gusta jugar un poco con la comida antes de cenar.

-Pero, ¿acaso no sabéis quien soy? – gritó sin convicción la gacela desde el parapeto de un cubo de basura, en tono desafinado.

-Por supuesto que lo sabemos – contestó uno de los leones, jaleado entre risas por sus compañeros de caza – Y, aún así, eres un hombre muerto.

Delante del muro, la gacela estaba sin duda evaluando sus opciones. Miró de reojo al muro y meneó la cabeza otra vez al tiempo que volvía a observar a los leones, que permanecían impasibles. Eran profesionales, con treinta años menos en las piernas, y cincelados a golpe de gimnasio. Una batalla perdida.

-¿Porqué queréis matarme? – gritó – ¡No os conozco a ninguno, joder!

Uno de los tipos, el más delgado, se adelanto y quedó justo bajo el foco de la farola. De rasgos posiblemente asiáticos, su origen no era fácilmente deducible por su apariencia.

-Nosotros tan solo cumplimos órdenes. Has de saber que, en principio, no tenemos que hacerte daño. Salvo que intentes escapar – afirmó – Entonces, querido Ventura, el asunto cambia de manera drástica.

La parsimonia con la que hablaba y la calma con la que movía los brazos helaba la sangre. Aquel tipo y sus secuaces habían sido sin duda una buena inversión. Seguro que volvería a contratarles en el futuro. Eran unos auténticos profesionales. A su espalda, algún ser vivo se removió entre la montaña de escombros. Se acercó más a la ventana, pero con cuidado de no ser descubierto.

Y de repente, tras unos segundos en los que se había quedado tan quieto como una estatua de sal, Ventura intentó huir por donde había venido. Sin previo aviso, echó a correr contra el primero de los tipos, situado a pocos metros de su posición. Contra pronóstico y por sorpresa, lo derrumbó con la facilidad que el oleaje barre los castillos de arena tras la subida de la marea. Trastabillado, se lanzó a tumba abierta a por el último obstáculo con decisión. El coraje del perro acorralado.

-¡Deténlo!- aulló el hombre tranquilo desde la mitad de la plazoleta – ¡Que no escape!

Asustado ante la posibilidad de su huida, abandonó su escondite precipitadamente y empezó a bajar los escalones de tres en tres. Tras llegar al rellano de la planta baja, giró a la derecha y, esquivando todo tipo de muebles viejos y oxidada maquinaria de repostería, salió corriendo como una exhalación hasta la portezuela metálica que daba a la pequeña plaza. Y la abrió de golpe.

En el centro, bajo la luz de los focos, Ventura era sujetado en el suelo, de rodillas, por dos tipos. Entre estertores, sonreía satisfecho. Uno de sus agresores sangraba de una ceja mientras el hombre impasible, con la camisa rasgada, ya no lo parecía tanto. El cuarto, tirado en un rincón próximo al callejón de acceso, intentaba levantarse a pesar de una más que evidente cojera de la rodilla derecha. Y es que, al fin y al cabo, Ventura siempre había sido un perfecto cabrón.

De repente, cuando se respiración se acompasó, se fijó en él. Sus ojos, sorprendidos en un primer momento, apagaron su brillo casi al instante. Y es que las peores heridas no son aquellas producidas por las armas blancas.

-¡¡Tú!! – exclamó Ventura – ¿Cómo has podido, traidor?

– He podido igual que pudiste tú hace tantos años, Ventura – afirmó – Carmen lo era todo para mí. Y hoy vas a pagar por lo que le hiciste.

El silencio encajó como un guante junto a un ceño fruncido. Piezas de un rompecabezas resuelto llenos de polvo y moho.

-No debiste matarla, Ventura – afirmó al tiempo que sacaba una pequeña pistola negra con silenciador – Espero que, desde el cielo, todos nos perdonen, incluidos nuestros padres. Adiós, querido hermano.

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