Y como todas las noches, ahí estaba. En el porche de su vetusta casa de madera, bajo la luz macilenta de la sucia bombilla de siempre rodeada de una nube de mosquitos. Balanceándose sobre la mecedora de mimbre antigua, decadente. Una columna de humo se adivinaba a trasluz por encima de su cabeza, y su sombra se reflejaba en la pared mostrando su contorno y el de una pequeña cachimba. Sujetaba una taza de porcelana en la mano que rellenaba constantemente con una polvorienta botella de vidrio verde. Me miró.

– Buenas noches vecino. ¿De paseo?

– Buenas noches. Sí, a quitarme óxido mental y óseo.¿Qué hace?

– Mirar el firmamento. Hoy Venus está más brillante que nunca, casi se puede tocar con la mano. Ella está allí, lo sé. Y me espera.

Su mujer, fallecida hacía años mientras dormía, era su referencia habitual cuando merodeaba la taza de porcelana por sus labios. Si él veía Venus, yo veía Marte en sus ojos. Demasiados astros para un simple paseo, e intuía que hoy tenía más ganas de hablar que nunca. Paró de balancearse, y me invitó a sentarme en el mugriento poyete, sonriendo y dejando entrever un arma poderosa de destrucción masiva: su dentadura amarillenta. Me senté, dispuesto a dejar entrar y salir las palabras por mis oídos, y me acordé de las obras sociales.

– Quizá el problema es que nunca supe lo que quería. Fue mi culpa. Siempre pensé que los seres humanos teníamos algo especial, que éramos diferentes a otros animales. Darwin me hizo dudar, o al menos ver las cosas desde otro prisma, pero la revolución en el estudio genético de otras especies me hizo ver la luz. No somos tan diferentes, tan solo tenemos una capacidad que nos distingue: el habla. Esa es la gran diferencia. Con el habla hemos podido desarrollar la escritura, nos podemos comunicar con los demás y empatizar, pensar en qué hay más allá de nuestro diminuto planeta y darle nombre y forma al firmamento. Pero desgraciadamente, el habla no ha servido para que vivamos en armonía y en paz, siempre hay y habrá guerras en la tierra, desigualdades e incomprensión hacia los demás. Ahí es donde vuelve a aparecer nuestro instinto más animal, el de supervivencia. Primero yo, segundo yo. O pudiera ser que somos demasiados y no existe manera alguna de razonar en este mundo que se mueve no ya por la razón, sino por los recursos y el instinto de manada…..espera, que voy a llenar la taza. ¿Quieres algo?

– No, muchas gracias.

La noche prometía ser más larga de lo esperado. Otra taza significaba más discurso deslavazado, inconexo. Etílico. Mirando a Venus, me di cuenta que el viejo no tenía tan mala vista como hacía suponer sus destartaladas y remendadas gafas. Lucía nuestro planeta hermano como nunca.

Sé que me espera. Está allí. Llevo trece años queriendo hablar con ella, me tiene que escuchar por qué lo hice.

No me molesté en preguntar a qué se refería. Solo deseaba que se acabara la taza, y el consabido “buenas noches, ha sido un placer, ya si eso nos vemos”.

– Como te decía, no tengo muy claro el motivo de nuestra existencia. Nuestro objetivo vital debe ser siempre encontrar la felicidad. Pero…¿qué es la felicidad? Es un estado difícil de definir, por no decir imposible. Supongo que la felicidad consiste en aprovechar las pequeñas alegrías que nos da la vida, anteponiéndolas a las malas vivencias. Estar en permanente búsqueda de la verdad, aunque no exista. Esa es la clave. Porque cosas que a ti te pueden hacer feliz y das por verídicas, a mí me podrían resultar molestas y rotundamente falsas. Eso sí, siempre desde el respeto ante distintos puntos de vista. Que cada persona busque su felicidad, su verdad, sus creencias, pero sin hacer daño a nadie. Eso es fundamental, aparcar el instinto animal que tenemos grabado a fuego en nuestros genes. ¿De verdad no quieres nada?

– No, muchas gracias.

– Sé que me espera. Tiene que ser así.

Ya empezaba a estar cansado. Demasiadas palabras por procesar, mi cerebro no estaba preparado para esa noche, por más cariño que le tuviera al viejo.

– Me tengo que ir, vecino. Me esperan en casa.

– Muchas gracias por tu visita. Antes de irte, déjame hacerte una pregunta.

– Como no.

– ¿Sabes lo que es el suicidio compartido?

– No exactamente.

– Algo que no tuve valor a terminar cuando mi mujer enfermó de Alzheimer.

– Buenas noches, vecino.

– Buenas noches.

Crucé la calle para ir a casa. Y fui corriendo al ordenador para ver qué querían decir sus últimas palabras. Entonces, todo empezó a cobrar sentido.

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