Solo, terriblemente solo. Rodeado de gente y de flores. Aquí estoy, tumbado en una ostentosa caja de madera, encerrado en un sudario blanco, desnudo. Debe de hacer frío pero no lo siento. No puedo sentir nada. Tras una pared de cristal que nos separa, familiares, amigos y personas a las que apenas conozco velan mis últimas horas, entre lagrimas y palabras de consuelo. También hay risas, y emocionados besos, y cálidos abrazos. Una escena digna del mejor teatro. Actores principales y secundarios siguen un guión perfectamente aprendido. Diálogos estudiados, decorado perfecto… Al otro lado yo, el único espectador, observo impasible la función.

Todavía no me puedo creer que esto esté pasando. Sí, ya se que tengo 79 años, que otros han durado menos, que esta enfermedad, el puto cáncer, no perdona algunas veces. Me escogió hace dos meses, invadió mi cuerpo con rapidez y me ha matado. He terminado en un tanatorio, esperando que se despidan de mí. Contando las horas que faltan para terminar de escribir el capítulo final de mi historia. Una vida normal. Difícil quizá, pero no más que la de muchos otros. Pobreza, mucho trabajo para salir de ella, hijos, divorcio. Emigré a Alemania para mantener a mi familia. Los perdí años más tarde y tuve que empezar de nuevo. Rehíce mi vida después de algunos intentos errados. Recuperé la relación con mis hijos. Conocí a mis nietos. Hoy, sin previo aviso y sin otro motivo más que estar vivo, la muerte me reclama.

Imagino sus voces. No alcanzo a oír lo que dicen. Lo intuyo. Pobre Manuel, era un buen hombre, qué pena, ahora que podía disfrutar de la vida,… Ya sabía yo que esto iba a terminar así, no tenía buena cara últimamente, fumaba demasiado, se había quedado muy delgado … Todos opinan. Todos comentan y quieren saber. El silencio no es un buen compañero de duelo. Hay que evitarlo como sea, impedir que los pensamientos, llenos de dolor, de culpa, de miedo, ocupen un lugar en nuestra mente. El muerto se va. La vida sigue. Es la frase más repetida en cualquier funeral. !Qué tontería! Como si existiese la opción contraria. El muerto se queda. El muerto ya no está muerto. Ojalá se pudiese volver atrás. Cambiaría tantas cosas…

Han traído más flores. Se adornan con cintas doradas y ridículos mensajes: tu esposa que no te olvida, tus hijos que te quieren, tus hermanos … Creo que todos me miran. Los llantos se recrudecen. Un cura anónimo reza una oración por mi alma. ¿Qué pasa? Vienen a por mí. Es la hora. Cuatro hombres trajeados y desconocidos cargan la caja que me contiene. Mi cuerpo se balancea en su interior. No le importa a nadie. Me meten en un coche. No sé adonde nos dirigimos. No quiero que me entierren, no quiero que me quemen, quiero vivir, quiero quedarme… pero eso no es posible. Ha llegado el final y lo sé.

Siempre he pedido que, llegado este momento, me incineren y arrojen mis cenizas al mar. Me gustaría descansar allí, en la ría de Vigo, donde crecí y donde pasé tantos buenos momentos, pescando en mi barca. Pero… no sé. Intuyo que estamos en el cementerio. Casi puedo olerlo. Y ahora sí, siento el frío y la humedad. El silencio grita mi nombre. La oscuridad ensombrece el camino a mi nuevo hogar. Presiento soledad, vacío, tristeza. Mi cuerpo quedará encerrado en este pequeño espacio para siempre. Ya casi han terminado. La gente se va. Un ramo de rosas blancas reposa junto a mí, testigo de esta absurda ceremonia de despedida. Más frío, la noche cierra las puertas a los visitantes y echa el candado sobre mi lápida. Una pesada losa me recuerda que ahora sí estoy solo. Y tengo miedo.

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