Hace un frío mortal. Las aceras están congeladas y un viento gélido, implacable, te golpea la cara.
Encuentras en el suelo una manta sucia que en principio te provoca rechazo y repugnancia. Tiene manchas que parecen provenientes de fluidos humanos, incluso parece oler mal. Pero el frío es tan terrible que el instinto de supervivencia termina por tomar la decisión por ti. Vences la primera sensación, de sumo desagrado, que provoca el vómito y haces lo impensable: te cubres con la manta. Incluso llegas a arropar con ella cada parte de tu cuerpo, asegurándote de que no hay bolsas de aire frío en el interior. La manta sucia se convierte en una especie de segunda piel que te protege del viento helador y te ayuda a recuperar el calor corporal.
Te quedas sentado en la acera, cubierto por la manta, esperando a que pase el temporal. A medida que pasa el tiempo empiezas a encontrar agradable el tacto de la manta. A pesar de las manchas y del olor nauseabundo es una manta hecha de buena lana, suave al tacto. Tienes la cabeza completamente cubierta por ella y terminas agradeciendo su rugosidad sobre tu rostro. Usas tu propio vaho para calentar el interior de la manta y el olor que antes resultaba desagradable empieza a resultarte familiar al mezclarse con tu propio aliento. Al fin y al cabo la manta te ha salvado la vida, por qué habrías de seguir mostrando rechazo hacia ella. La manta está sucia, sí, pero, ¿no tiene en realidad tantas o más bacterias cualquier otra superficie que tocamos cada día?
Consigues dormirte y cuando despiertas la tormenta parece que ha terminado. Te pones de pie y sientes que puedes ya quitarte de encima la manta para estirar tu cuerpo. Decides continuar el camino. Aun así te llevas la manta contigo, ya no quieres separarte de ella.
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