– ¿Ya estás aquí?

– ¡Qué remedio…!

Dos mujeres hablan a voz en grito desde esquinas enfrentadas en una calle empedrada.

– Mira, por ahí viene la de Finca Vieja – grita la una.

– Otra que no quiere meterse en líos ni con la Amparo ni con la Dolores – contesta la otra.

– ¡Buen día! – la mujer recién llegada se entretiene eligiendo esquina -, que tengamos que venir a estas horas… con la faena que tengo yo en casa.

Poco a poco va apareciendo una veintena de señoras del pueblo.

Ea, hoy me pongo contigo – ríe una recién llegada, eligiendo bando.

– A ver qué cara nos traen hoy la Abela y la Caína.

– Yo estoy por no comer más pescado, y en paz.

Se desgranan sornas y quejas sobre sus minúsculas vidas cotidianas.

– ¡Tsss! – chista, apremiante, una de ellas.

Un silencio denso cae sobre el pueblo. A lo lejos, cabecea Amparo, con el gesto digno de quien se entrona en la postura que no soltará hasta el día que se muera. Del otro extremo del pueblo baja, casi al trote, Dolores, que podría perdonar si la contrapartida no fuera tan amarga. Amparo gira la cara al ver a su hermana y se dirige, decidida, hacia la acera de la derecha. Dolores la ignora casi con ligereza y se sitúa en el lado izquierdo de la calzada. Se suceden, inconexos, algunos saludos; las conversaciones, cuando ellas aparecen, ya no cuajan; las bromas enmudecen. Tan sólo queda esperar.

– ¡Ahí llega el pescado! – grita finalmente una. Un suspiro callado serpentea entre las mujeres cuando el camión frigorífico aparca frente a la iglesia.

Dos años dura ya esta fiesta, desde aquella disputa entre las hermanas: «¿Y te atreverás a dirigirle la palabra?»;» será lo que sea, pero es mi padre»;»yo no entro más en tu casa si le vuelves a ver»;»pues ya te estás yendo por donde has venido».

El visitante externo, en caso de preguntar, obtendrá siempre las siguientes explicaciones: que Amparo echaría la culpa al padre de la muerte de su madre por la mala vida que éste la había dado; que Dolores, por el contrario, pensaría que su padre se había lanzado en brazos de otra por las manías insoportables de la madre; que en aquel punto habrían cortado las hermanas sus relaciones la noche del entierro.

Las vecinas del pueblo, una vez ahítas de cotilleo, se enfrentaron

a la mañana siguiente con un dilema. Era martes y venía al pueblo el
camión del pescado. Amparo y Dolores, puntuales, se erguían solas, como
estatuas, en sendos lados de la calzada. Las mujeres del pueblo tuvieron
que decidir qué hacer. Hubo las que se colocaron delante de la
partidaria de la infidelidad, otras hicieron cola junto a la defensora
de la muerta, un tercer grupo, indeciso, formó una tercera cola. Hubo
incluso un par de mujeres que pasaron de largo y pensaron que, después
de todo, aquel parecía mal día para comprar pescado. La escisión del
pueblo a partir de aquel momento fue de tal calibre que el cura, en el
confesionario, a quien preguntaba, que eran muchas, dio la siguiente
solución: ponerse a hacer cola antes de que llegaran las hermanas, y que
se decantaran ellas. Sólo así retornó la calma a Fontaubella; aunque
esto obligue a las mujeres, los martes, a acudir cada vez antes frente a
la iglesia, pues las hermanas no cejan en su empeño de aprovisionarse
de apoyos y, cada martes, acuden antes. Calculamos que para verano,
habrá que hacer cola ya al fresco de la madrugada.

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