Ernesto siempre escribió con pasión. Todos los que lo conocimos llegamos a quererlo y admirar su obra. La noche que terminó de escribir su última novela: “Recreación”, fue a verme a casa —yo era su editor—, me entregó los originales y me dijo: “el día que publiques este libro habrá acabado mi larga agonía; por fin he terminado de morir”. Aquel fue su último trabajo, después, pasó al retiro y algunos años después murió de un infarto, mientras descansaba en su casa de campo.
Meses después, nuestra editorial publicó una biografía de Ernesto donde incluimos algunas entrevistas a personas allegadas a él; entre ellas también aparecía yo; ya que, no sólo nos unía una relación de trabajo, sino, además, una larga amistad desde los días de la universidad.
A pesar de la cantidad de datos que tuvimos que manejar, logramos un libro sintético y significativo, que consiguió tener gran acogida entre el público joven —al cual siempre tuvo como interlocutor—. El retrato que se hacía de él, lo reflejaba con naturalidad, mostrando esa personalidad hermética y polémica; contraste que —para alabarlo o condenarlo— lo caracterizó y modeló su personalidad.
El libro incluía la anécdota de la noche en que me entregó el borrador de Recreación. Aquel incidente tomó mayor interés, luego de que se leyera públicamente su testamento. El documento, al inicio, sin mostrar nada extraño, concentraba las disposiciones que hacía de sus bienes; no obstante, al final se daba lectura a un encriptado párrafo que luego se esculpió en su lápida conforme a su última voluntad; en el texto se leía: “Después de una larga agonía, muero feliz, debiéndole mi más grande gratitud a mi asesino, ya que con mi muerte gané su nacimiento”.
A pesar de su carácter excéntrico, las palabras finales de Ernesto no molestaron a la familia; la cual, por el contrario, se vio muy alegre de recibir las constantes visitas de periodistas que solicitaban una entrevista para un reportaje en homenaje al escritor más brillante de la última década, donde se hablaría de su infancia, de sus años en la universidad, algún detalle que pudiera aparecer como la inspiración de su obra o cualquier otra cosa que la prensa pudiera capitalizar.
Cierto día llegó una carta a nuestra editorial, la firmaba: “el asesino del Sr. E”. Mi primera impresión fue pensar que se trataba de una broma, quienes conozcan el trabajo de un editor sabrán lo corriente que son las cartas extrañas y anónimas. La iba a tirar a la basura, pero, al mirar el sobre una vez más, me decidí a leerla, decía:
“Yo (¿o debo decir nosotros?) asesiné al Sr. E y fue un placer hacerlo. Todo empezó el día en que leí su primer libro, luego de aquel encuentro, no pude evitarlo y lo maté durante años, los que duró su trabajo como escritor. Él lo quiso así, éste es su fruto y su legado: mi nacimiento. Pero hemos nacido de muchas muertes, y viviremos muriendo, y dando origen a otros, éste también, será siempre nuestro estigma.”
He meditado mucho en las palabras de esta carta, pero al fin, he llegado a comprenderla, también las palabras de Ernesto aquella noche, el valor de su última novela, el epitafio en su testamento y, sobre todo, el profundo significado de su trabajo como escritor.
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