Mi maleta color rojomorado

Mi maleta color rojomorado

A finales de julio había renunciado ya a mis cinco “trabajos inestables” que tenía hasta el momento. ¿Cómo puede uno entonces renunciar deliberadamente a un “trabajo inestable”? Les había pedido a mis padres que se encargaran de “Pepinillo”. Mi perro pastor belga. No siendo de muchas palabras, sólo mi mejor amiga Katia, mis padres y mi perro “Pepinillo”, sabían de mi viaje a Canadá. Con cara de fastidio como me decía mi último novio que yo hacía las cosas, armé mi maleta. Mi única maleta color rojomorado, como la llamaba yo, acomodaba espantosa y terroríficamente mis ropas y “cachureos” en su interior. Su color realmente era rojomorado. Y aunque nadie estaba muy de acuerdo con eso. Para mí era mi maleta color rojomorado. No era de color rojo. No era de color morado. Era de color rojomorado. La había comprado en una de esas tiendas chinas del centro y la había llevado nada más que por su relación tamaño – precio. Pero con el paso del tiempo me había ido encariñando con ella. Mi única maleta. Como les había dicho. Mi única maleta color rojomorado. Me había acompañado a los últimos siete viajes que había realizado. Era la maleta perfecta. En ella cabía todo lo necesario. Sólo mi mejor amiga Katia, mis padres y mi perro “Pepinillo”, sabían de mi viaje a Canadá.

A decir verdad, no tenía ninguna intención de volver a mi ciudad. Sin embargo, el invierno siempre complica las cosas. Siempre complica las cosas. Y el dinero no era suficiente para seguir deambulando por el país norteamericano. Me encogí de hombros. Y como aún me quedaban algunos ahorros, volví a armar mi maleta color rojomorado. Compré el pasaje más económico. Y en un par de semanas ya estaba de vuelta en el aeropuerto de la capital. Le pedí a Katia que fuera a buscarme luego del aterrizaje. Ella como siempre, me dijo que sí. Me dijo que sí. Nada fuera de lo normal. Tomamos un café comimos un par de brownies y volvimos a casa.

Simplificando un poco la historia, luego de agradecerle a Katia, por el favor, despedirme de ella y entrar a mi casa, comencé a tener un leve presentimiento de que algo pasaba. Después de reflexionar un poco al respecto, no sabía si era mi casa. Si era yo. Algo sobrara. Algo faltaba. Alguien estaba en la casa. No sé. Recuerdo que sacudí la cabeza en ademán negativo. Y revisé mi maleta color rojomorado. Y ahí estaba claramente. Ahí estaba claramente. Por más atención que le había puesto a mi maleta color rojomorado al momento de retirarla del corredor de equipaje del aeropuerto. Por más atención que le había puesto. La había confundido. Increíblemente. La había confundido. Y pensando que nadie más podría tener en todo el mundo una maleta de ese mismo color, me había dejado confiar por eso y la había confundido con una maleta exactamente igual. Exactamente igual. Del mismo color. Color rojomorado. La miré un largo y pausado rato desconfiadamente. Me tranquilicé un tanto cuando vi que tenía el mismo candado que la mía. El mismo candado. Pero de alguna forma ella no me traía como dicen por ahí “buena espina”. No obstante, yo no me desanimaba. Sabía que si este, no era mi equipaje y tal vez yo lograba abrirlo, encontraría algún número de contacto y podría encontrar a la persona que equivocadamente, al igual que yo se había llevado la maleta color rojomorado errada. La paciencia y la atención son cualidades importantes en momentos como estos. Pero yo no las tenía. No. Así que comencé a desesperarme. Comencé a desesperarme. La histeria y la angustia se apoderaron de toda mi casa y de mí. Inmediata e Incontrolablemente comencé a intentar quitar el candado que aseguraba la maleta. Conjugando sin piedad los distintos posibles dígitos del cerrojo, comencé a transpirar inconmensurablemente cuando la cerradura del candado no abría. Mis dedos resbaladizos y empapados del nervio no dejaban hacerme cargo de la situación. No podía abrir la maleta color rojomorado. La clave evidentemente no era la misma que la mía. No era mi maleta color rojomorado. No era. Y no podía. No podía abrirla. Ya había comprobado entonces, seriamente que aquella maleta color rojomorado, no era verdaderamente mi maleta color rojomorado. Llamé a Katia y le pedí que por favor me llevara al aeropuerto. Es que mi maleta color rojomorado tenía que estar ahí. O la persona que se la había llevado, pensaría lo mismo que yo. Estaría igual que yo. Y volvería al aeropuerto al igual que yo. Al igual que yo.

Desde ese día que no dejo de pasearme por el aeropuerto con aquella maleta color rojomorado. Pero no mi maleta color rojomorado. No la mía. Porque, no. Esa no es la mía. Esperando esperanzadamente que aparezca alguien con mi maleta color rojomorado recorro los pasillos, los baños y las escaleras del aeropuerto. “Pepinillo” me visita dos veces por semana junto a mis padres y Katia. Me dicen que vuelva. A diario comienzo a transpirar inconmensurablemente cuando la cerradura del candado no abre. Mis dedos resbaladizos y empapados del nervio no dejan hacerme cargo de la situación. No dejan hacerme cargo. A diario comienzo a transpirar inconmensurablemente cuando la cerradura del candado no abre. Esperando esperanzadamente que aparezca alguien con mi maleta color rojomorado recorro los pasillos, los baños y las escaleras del aeropuerto. Era de color rojomorado. La había comprado en una de esas tiendas chinas del centro y la había llevado nada más que por su relación tamaño – precio. Pero con el paso del tiempo me había ido encariñando con ella. Mi única maleta. Como les había dicho. Mi única maleta color rojomorado.

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