Solos en la madrugada

Solos en la madrugada

Beatriz Navarro

17/01/2019

Solo: paso de danza que se ejecuta sin pareja. (Diccionario de la RAE)

Hay dos tipos de personas, las que no quieren estar solas y las que solo quieren estar solas. Las que se sienten solas, aunque estén rodeadas de gente y las que desean poder sentirse solas al menos algún rato al día. Están las que aman la soledad y las que huyen de ella como de la peste. Yo soy de las primeras, dice.

Muevo el hielo del gintonics para entretener la pausa. Ella sigue.

Sé que no es algo para presumir, pero soy capaz de cambiar de acera cuando veo venir a alguien que puede pegar la hebra. No soporto a esas personas que hablan porque sí sin decir nada. Como las conversaciones de ascensor, ni pedidas ni deseadas, solo para rellenar el silencio. Trato de evitarlas siempre que puedo, como a los músicos ambulantes, que en cuanto te descuidas tocan un bolero o un pasodoble en la terraza donde te sientas a descansar.

Parece una obsesión, digo por decir algo. Deberías tratarla.

Lo único que me pasa es que necesito silencio. Oírlo, paladearlo, degustarlo como un plato especial, aliñarlo con el aroma de mi pensamiento. Lo necesito urgentemente, es una carencia crónica. Y sí, quizás mejoraría con tratamiento. Como a quien le falta hierro o vitamina B.

Puedes hacerte anacoreta. Solo oirías el canto de los pájaros. O reptar a las serpientes, respondo irónico.

Te burlas. A veces ese sentimiento es tan intenso que cogería una goma de borrar y la pasaría a mi alrededor hasta eliminar todo lo que me distrae, sobre todo el ruido. Necesito estar sola para pensar con calma, para reencontrarme, para analizar y digerir las ideas, para dejarlas nacer y desarrollarse, como una semilla plantada en el huerto. También para escribir. Así florecen los sueños, las decisiones, los propósitos, las historias. La soledad la quiero para eso.

Es raro, señalo. Lo que busca la mayor parte de la gente es compañía. Yo, por ejemplo.

En el fondo te envidio, porque eso indica que antes has estado solo. Me gustaría experimentar esa sensación. Casi siempre me rodea una algarabía de palabras: dame eso, quiero aquello, prepárame lo otro, trae, llama, pregunta, pide…O mira a ver que tengo aquí, me encuentro mal, esto me aprieta, me está grande, me duele el dedo gordo del pie derecho…

Hablas de tu familia, claro. ¿Te pongo otra copa?

Gracias. En casa de mis padres ya añoraba la soledad. Ser la mayor de los hermanos y tener que resolver con frecuencia cosas ajenas cansa. Cuando fui mayor de verdad, cuando he tenido familia propia y multiplicado por mucho las responsabilidades, he llegado a la misma conclusión: ¡Qué bien se está sola!

Pero la soledad es algo más que no tener compañía. Es sentirse abandonado o que te ignoren. A mi eso me hace infeliz, confieso.

Para mi la felicidad es estar sola, ser libre. Sin ataduras, salvo las aceptadas. Sin imposiciones, excepto las propias. Nada de circular siempre por el mismo carril como un tranvía. Disfruté de eso cuando era estudiante, lejos de la familia, sin esperar a que el semáforo se pusiera verde o rojo para pasar. Me acostumbré a buscarme la vida, a conjugar los verbos en primera persona. Aprendí a organizarme utilizando exclusivamente el yo, mi, me, conmigo, tras una infancia reglada y una adolescencia interna en un colegio. Eso sin contar la presión de la vida pueblerina, donde pasear por calles vacías es como desfilar por una pasarela, ante ventanas llenas de ojos, sin otro fin que espiar a las muchachas, no vayan a dar que hablar.

Explícame eso, digo. La noche se desgrana lentamente.

Dar que hablar en un pueblo es el mayor error que puede cometer una mujer, cualquiera que sea su edad y condición, pero sobre todo si es joven. Yo sabía, porque así me lo habían inculcado, que igual que el ojo de Dios te ve siempre, incluso en el rincón más escondido de tu casa, en la calle hay muchos más ojos espiando. Las ventanas vigilan y hablan entre ellas sin parar.Y siempre acaban preguntándose ¿a dónde irá esta chica tan sola un día como hoy? Hasta que lo averiguan.

¿Y a dónde iba esa chica sola?, indago.

En busca de espacio y de aire para respirar. En la ciudad puedes sentirte una isla en medio del bullicio de la calle. La muchedumbre te rodea, pero nadie te hace caso. Ni te conocen, ni te vigilan, ni das que hablar hagas lo que hagas, porque a nadie le importas, bendito sea Dios. Las ventanas no tienen ojos, y prejuicios solo los tiene la portera de tu casa. Descubrí el placer de navegar entre la multitud sin sentir las amenazas que al parecer acechan entre desconocidos, o se ocultan en los recovecos de la propia mente. En la ciudad estaba sola y fui libre. No una, grande y libre, como decían que era España, porque soy consciente de mi pequeñez ¡pero qué grande me sentía! Dueña de mi tiempo, gestionando mis cosas como quien se hace un traje a medida. Clases, exámenes, viajes, alquiler, trabajos para sobrevivir. Era independiente.

La madrugada se aclara y el deseo se espesa. No quedan clientes. Pienso si querrá que la acompañe. Ella continúa.

Un día me enamoré. Era el destino previsto por mi madre y pronosticado por las ventanas habladoras: tener marido, tener hijos, tener tareas domésticas. Todo eso me fue asignado al nacer, cuando la comadrona dijo es niña. Es difícil esquivar el destino y la biología. Sabía que crear una familia exige dedicación, pero me convencieron de que vivir en pareja tiene ventajas. No fui consciente de que compartir es también renunciar a cosas.

Es hora de cerrar, pero le pregunto a qué renunció.

Sobre todo al silencio. Lo vendí por un plato de lentejas.

Se marcha acompañada de su soledad. Yo me quedo solo con la mía. Amanece cuando salgo. La calle da miedo de tan sola.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS