ASALTO A LAS ACERAS.

ASALTO A LAS ACERAS.

adela Bravo

16/01/2019

Gustavo no manejaba aún la silla de ruedas con soltura. Sólo hacía dos semanas que se la habían entregado y estaba en fase de adaptación a este artilugio al que se había resistido durante muchos meses.

Hoy era el segundo día que mientras paseaba por la calle solo, empezó a sentir tenuemente que a lo mejor se había equivocado. Estaba disfrutando por primera vez en mucho tiempo de pasear, moverse, de poder mirar los escaparates y a la gente en las terrazas, al paso, como antes. Solo tenía que controlar que la dirección y la velocidad de la silla fueran las adecuadas para poder observar y a la vez moverse, cosa nada fácil, pero lo estaba consiguiendo despacito.

  • – Sí señor, no ha sido tan mala idea – se dijo – Voy a tomar un cafecito en esa terraza de enfrente.

Aún no se atrevía a ir muy lejos ni a salir de su barrio. Llevaba tanto tiempo sin poder “andar“ un largo trayecto que explorar sitios que, aunque conocidos, hacía tiempo que no veía le estaba sabiendo a gloria. Sentía un regocijo como jamás pensó con cada nuevo descubrimiento.

  • – Vaya, vaya se lo tendré que decir a Eli. Se va a poner muy contenta la muy cabezona ¡se salió con la suya!

Gustavo había sido albañil toda su vida, maestro albañil de los buenos. A pesar de la maldita diabetes que padecía desde muy joven y a pesar del sinfín de inyecciones de insulina que se había pinchado en su vida, nunca dejó su oficio ni pensó cambiarlo por nada. Le gustaba ver levantarse los edificios desde la primera capa de cemento.

Cuando empezaron los dolores en los dedos y después cuando le tuvieron que cercenar medio pie él siguió trabajando sin querer escuchar a su cuerpo. También cerraba los oídos a su mujer, a su hija y a su médico, aún se sentía joven y fuerte aunque le costara apoyar el medio pie izquierdo.

Pero aquella enfermedad fiel como un perro no le había dado tregua y poco a poco lo había llevado a esta situación.

Hubo momentos en que había preferido morir a dejar de salir y entrar sobre sus dos piernas, como siempre. Cuando cumplió los sesenta y ocho su médico fue tajante:

– Hay que amputar Gustavo y mientras más esperes, mas alto habrá que cortar.

Y así perdió media pierna izquierda y caminó con la ayuda de una muleta.

No hubo más ladrillos que poner, ni más tabiques que enderezar desde entonces. Así empezó la pena negra para él.

A los setenta y dos el ultimátum fue para su miembro derecho y cuando abandonó el hospital después de esta segundo ataque a su integridad, se sentó en su sillón orejero y se negó a moverse de allí, salvo para ir a la cama o a la tumba.

Pero la vida, que da sorpresas, puso a Gustavo en la necesidad de moverse cuando enfermó su mujer y hubo que hospitalizarla. Tenía que ir a verla y estar con ella, pasando por encima de su decisión. No se había arrepentido.

Ahora, meses después, sentado al sol tenue de octubre tomaba un descafeinado con edulcorante. Odiaba ambas cosas pero se sorprendió disfrutando de ellas en cada sorbo esa mañana y empezó a sentir de nuevo la vida en su cuerpo. Pensó que le quedaba aún más de lo que le habían quitado.

Casi una hora después Gustavo decidió terminar su paseo y volver a su casa pero esta vez tomaría un camino de vuelta diferente, empezaría a explorar otros territorios. Las aceras en su barrio eran anchas y pensó que le sería fácil dominar su «bólido» hasta el cruce con la Gran Avenida y volver dando un rodeo. No le dolía nada, podía hacerlo.

– ¡Vamos allá, campeón!

A los pocos minutos de su nuevo recorrido se topó con que la acera estaba ocupada hasta la mitad de su anchura por la terraza cubierta del bar Pepe. Él la recordaba de siempre pero ahora tenía más espacio fuera que en el interior. Dio un giro con cuidado a la dirección eléctrica para sortear la dichosa terraza y entró en una franja rojiza con una bici pintada en el suelo. Vio venir hacia él a toda velocidad un joven en un patinete y tres muchachas detrás en sendas bicicletas. Gustavo se quedó clavado en el sitio, tocó el freno de la silla y cerró los ojos.

-Aquí se acabó mi aventura – pensó.

Los jóvenes motorizados lo sortearon hábilmente y lanzándole una mirada de reproche siguieron con sus veloces artilugios calle abajo sin parar.

Nuestro héroe de la silla cuando se repuso del susto miró a su izquierda buscando una parte de acera por la que poder ir sin peligro. Le costó trabajo identificar cual era la zona que le correspondería a los viandantes. De la anchísima acera de su barrio sólo quedaba para caminar una estrecha franja a través de las farolas, los alcorques, las papeleras, los postes y expositores de anuncios, los kioscos de prensa… todo ello ubicado en la zona de caminantes. El resto había sido invadido por los nuevos «inquilinos» de la vía.

-No hay lugar para mí – pensó Gustavo. ¡Después de tantas aceras cómo yo he colocado!

Hoy a sus setenta y cinco años Gustavo trabaja como Presidente de la Asociación en Defensa de la Movilidad Reducida (ADMR) de la ciudad donde vive desde que nació y que hoy no le reconoce el derecho a rodar por ella libremente sin peligro de morir. Ha encontrado un objetivo para su nueva vida y a él se dedica con fervor. Sale todos los días y explora las vías de su ciudad y lucha incansable para que otros como él tomen las calles a pie o montados bajo el lema:

NUESTRAS ACERAS PARA TODOS.

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