Una convicción me despertó al amanecer. Comenzaría una nueva vida en esta ciudad y ya estaba preparado para ser libre, para volar. Soltaría el caparazón que me lastraba y me hacía sentir cada día como una larva que repta en su caverna de basura, con miedo de quedar atrapada al estrecharse la salida. Haría lo que no era capaz, si seguía con miedo de la metamorfosis que vivía. Desde ese renacimiento, el reloj parecía detenerse mientras mis deseos se convertían en hechos, al elegir la vida que quería, al desplegar mis alas, al realizar mis sueños.

Harto de mi familia dije a mi mujer y a mis hijos que me iba para siempre y que los olvidaría, no preguntaron nada y aceptaron la petición de nunca buscarme. Me fui complacido de romper esa telaraña pegajosa y abandonar esos capullos que me parasitaban, que exprimían mi vitalidad, que sepultaban mis anhelos bajo sus sedas.

Pasé mi carta de renuncia en la oficina, me ofrecieron el aumento que quisiera para quedarme y no acepté. Mis garras no seguirían ocultas por la estupidez de mi jefe y las impertinencias de los compañeros, ya no tendría que soportar los deseos y quejas de los clientes, ni la miseria del sueldo. Olvidaría esa vieja profesión que no me satisfacía y me dedicaría a la aventura.

En un restaurante mis fauces devoraron manjares que siempre miraba desde la vitrina y pagué la cuenta de aquellos amigos que no merecían ser extrañados. En un centro comercial compré todo lo que se me antojó, al salir se lo regalé a los mendigos. En una explosión creativa, escribí la novela que me haría inmortal, se la envié a un editor. Firmé con un nombre ficticio.

El amor en busca de pasiones me llevó a encontrar en una calle la mujer que siempre había deseado en silencio, mis palabras fluyeron en caricias y la seducción nos fusionó, pero para no ser atrapado por su encanto, me fui y la olvidé. El odio me puso frente a frente con mi peor enemigo, peleamos, los golpes no aplacaron mi impulso asesino. Un sicario pasó y al escuchar mis maldiciones lo ejecutó sin pedir nada a cambio más que mi aprobación y antes que me fuera me regaló su pistola como recuerdo. Su rostro me pareció familiar y sentí su satisfacción cuando disparaba sin piedad.

En el cine presentaban mi preferida, Matrix, estaban en la escena en que Morfeo le da a escoger a Neo entre la pastilla azul y la roja, entre los espejismos y la realidad. Supe que era el momento de actuar, entré en la pantalla y me paré frente a Morfeo, tomé la pastilla roja y salí de la proyección, Morfeo sacó otra y continuó. El público me miró perplejo.

Llegó el atardecer con sus claroscuros y me senté en un parque con la convicción de que mi grandeza era tal, que ese día solo podía terminar con la máxima decisión de mi libertad. Saqué la pistola, abrí la boca, saboreé el metálico frío de su cañón con mi lengua. Y estando en éxtasis sin par, escuché los gritos de una madre pidiéndome que salvara a su hijo.

Una sombra alada opacó las luces del crepúsculo. Una enorme esfinge con una calavera esculpida en su espalda se paró entre nosotros y arrancó al bebé de los brazos de su madre, lo acercó a su boca y de ella salió una especie de cañon que se introdujo a la boca del bebé. La madre me rogó matar al monstruo, dudé, pero finalmente disparé.

La bestia se desvaneció tan misteriosamente como apareció. Tiré la pistola a la basura y me escondí de la multitud que se aproximaba al escuchar los tiros. Llegó la noche y me sentí embriagado en mi soledad. Saqué mi billetera, encontré una foto familiar, anhelé tener un hogar pero no recordaba dónde vivía, ni lo que por ellos sentía. En otro bolsillo encontré una carta de renuncia, quise tener un trabajo, una profesión, pero no recordaba hacer nada.

La angustia y el hambre me llevaron a un restaurante, al ir a pagar no tenía dinero y mi tarjeta salió sin fondos. Me sacaron a patadas del lugar y estando en el suelo vi pasar a una mujer que sentí conocer, me gustó, ella me reconoció, me miró con desprecio y se marchó. Fui con el editor para pedirle un adelanto por mi novela, me la devolvió y me acusó de plagio.

Entré al cine y estaban en la última función de La rosa púrpura del Cairo, en la escena en que Henry el personaje de Tom Baxter baja de la pantalla de la misma película para conocer a Cecilia. Corrí hacia la pantalla para entrar en ella. Después de estrellarme varias veces, los guardas me sacaron en medio de rechiflas.

En un psiquiátrico no me creyeron nada aunque les mostré la carta de renuncia y les mencioné mi acto heroico. Me consideraron un loco pueril sin remedio, pero por no ser peligroso, no tener trabajo, ni fondos con que pagar, decidieron no internarme. Salí en medio de sus risas a la calle y una lluvia intempestiva disolvió mis alas y derritió mis garras.

En el parque me arrastré bajo rejas hasta la basura por mi pistola, estaba desesperado, tembloroso y cubierto de lodo, jalé el gatillo sosteniendo el cañón en la boca, el clic del tambor me hizo comprender que no tenía más balas. En ese momento pasaron dos policías que buscaban un sicario, alguien me señaló y me detuvieron, a pesar de que les dije que yo no había matado a nadie, que todo era un error y que me confundían.

Esta mañana me desperté con una convicción nueva. Deseo ser libre, recuerdo a mi familia y a mi profesión, quiero volver a mi vida de antes. Pero un paisaje de sombras, horarios y muros, me confirma que he comenzado una nueva vida.

Hernando Orozco Losada

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