Eusebio se apeó del autobús, se subió el cuello del abrigo y se ajustó la bufanda para protegerse del viento. Sobre su cabeza, el azul del cielo cobraba tintes anaranjados salpicados de manchas, manchas conformadas por bandadas de pájaros y nubes acechantes, como si el autor de aquella obra manifestara con esos oscuros recursos su hastío, harto ya de pintar lo mismo día tras día. Mientras, a su espalda, el alumbrado de la ciudad se desperezaba compitiendo con las estrellas que, impacientes, empezaban a ocupar su lugar.

Cabizbajo se enfrentó a su calle, que el paso del tiempo la empinaba gradualmente, y echó a andar preguntándose preocupado: “¿Cerré las ventanas?”. Acto seguido contestaba: “Por supuesto. ¿Cómo me iba a olvidar de algo así?”.

Pasando bajo las farolas, antaño deslumbrantes y ahora de un amarillo mohíno, intentó ocupar su mente observando cómo su sombra se alargaba a medida que se alejaba de cada una de ellas y luego se difuminaba al predominar la luminosidad de la siguiente.

“Pero, ¿de verdad las cerré bien…? Bueno, de todos modos todavía tengo tiempo”, se animó antes de que un nuevo brote de tos le infligiera un dolor agudo en el pecho.

Rememoró luego los aromas ya disipados que muchos años atrás saturaban la atmósfera de su calle, los aderezados con el polvo levantado por las alpargatas de niños disputándose el balón, de su sudoración, que fueron relegados por el olor a alquitrán resquebrajado y el de sobacos rancios disfrazado con desodorante barato; los del perfume de las mozas mezclado con las feromonas de los que se afanaban por agarrarles de la mano dieron paso al hedor a cloaca y a rata muerta que impregnaba hasta las gargantas.

Alertado por los gruñidos de un perro oculto en la penumbra de un callejón, aceleró el paso sin hacer movimientos bruscos diciéndose: “Debo darme prisa, no sea que…”

Antes de que Eusebio llegara a su altura, los negocios que lograron sobrevivir, de los muchos que se aventuraron en aquella calle, echaban los cierres, a la par que los escasos transeúntes huían despavoridos para refugiarse en sus casas. También fue testigo de las siluetas de vecinos ávidos de saber ocultándose detrás de cortinas y persianas, o apagando las luces que pudieran delatarles; hasta un gato de color indefinido que se le cruzó, se encaramó a un muro para observarle desde un lugar privilegiado.

Aquellos hechos acrecentaron el nerviosismo de Eusebio e intentó correr, empresa ya imposible: sus piernas le pesaban como si tuvieran plomo adosado a las pantorrillas.

“¡No puede ser! Ahora recuerdo que dejé la del salón abierta…”

Las gotas de sudor resbalaban por su cara. Al intentar desabotonarse el abrigo, dio un traspié y cayó de bruces. Además de heridas en manos y rodillas, sufrió las causadas por decenas de miradas clavándose en su espalda. Al levantarse, no sin esfuerzo, la iluminación de las viviendas cercanas comenzó a extinguirse. Pero lo que le dejó perplejo fue lo que únicamente él presenciaba: la ciudad cubriéndose por un manto desde su centro, como si se extendiera sobre ella y a gran velocidad una negruzca carpa circular, carpa de un circo cuya función no pretendía, ni por asomo, hacer reír a los espectadores que se dieran cita; todo lo contrario.

“¡Debo darme prisa…!”

Reemprendía Eusebio la marcha cuando creyó ver el negro manto ascendiendo por la empinada calle, arropando las farolas una tras otra. Mirando de reojo descubrió espantado que le estaba dando alcance. Llegó a su portal jadeante; la angustia junto a otro ataque de tos le impidieron dar con la llave correcta. Necesitó tres intentos para abrir. Creyéndose seguro, apoyó la frente sudorosa en el cristal de la puerta y alcanzó a balbucear: “Uf, esta vez ha estado cerca”. Ante su perturbada mirada, la negrura pasaba de largo como si de un gigantesco y lóbrego banco de niebla con vida propia se tratara, con unas fauces que lo devoraban todo a su paso. Luego se giró, descansó la espalda sobre la puerta y cerró los ojos durante unos segundos. Al abrirlos, miró hacia abajo y descubrió espantado el espeso y oscuro humo cubriendo sus zapatos tras colarse por los resquicios del portal. “¡Todavía no estoy a salvo!” exclamó atemorizado antes de emprender el cansino ascenso por las, cada vez, más empinadas escaleras.

Ya en su rellano, aturdido, exhausto y sin dejar de toser, comprobó que el humo ascendía a borbotones por el hueco de la escalera, como si el edificio se hubiera transformado en un buque que se hundía en altamar, engullido por el océano durante una noche de tormenta.

Esta vez acertó con la llave; entró y cerró tras de sí. Conociendo a la perfección la disposición de sus muebles, mantenida por lustros, se dirigió hacia el fondo del salón sin tropezar con ninguno, constatando, para su desgracia, cómo aquel denso humo superaba el dintel de la ventana al igual que las nubes, empujadas por el viento, encumbran las montaña y luego se derraman como la leche al hervir en un cazo, leche que, lejos de ser blanca, era negra, negra como la sombra de una lápida en una noche sin luna. Aún así la cerró, bajó las persianas con celeridad y clamó con voz trémula: «¡No, por favor, no! Todavía no es el momento…».

Resignado a lo que estaba por venir, se recostó en el sillón y bajó los párpados. Tanto su respiración como su corazón disminuyeron de ritmo e intensidad, hasta sentir cómo abandonaba su propio cuerpo y se alejaba sin remisión.

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