Sofía Jenga (o el pensamiento derrumbado)

Sofía Jenga (o el pensamiento derrumbado)

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09/01/2019

No era la niña más estudiosa, ni la más brillante, pero le encantaban los desafíos en forma de rompecabezas. Coleccionaba desde su infancia todo tipo de puzles. Su favorito era, sin duda, el de esas piezas de madera con las que compartía apellido: Jenga. Se trataba de apilar los bloques en forma de torre para, después, ir quitándolos uno a uno, sin que la estructura se desplomase. Lo demás le era indiferente, le aburría. Hasta que un día, por la tarde en clase, apenas entrada en la adolescencia, el tema tratado fue Wittgenstein y los juegos del lenguaje. Aquello excitó su inclinación lúdica, y fue entonces cuando descubrió su vocación. Sustituyó los pedazos de madera por reflexiones que iba amontonando una tras otra, al principio torpemente, hasta elevar en su pensamiento una estructura de argumentos que, posteriormente, trataba de desmontar sin que el conjunto se desbaratase. Si se caía, si el conglomerado no aguantaba, recogía los pedazos y los guardaba en una carpeta con una etiqueta en la que ponía “Descartes”. Y luego, volvía a comenzar una y otra vez.

Para la época en la que se convirtió en madre ya dominaba los rudimentos de semejante ejercicio. Cuando, años después, me decidí a escribir sobre ella, acuñé el término “coherencia intralógica” para definir el modo en que su pensamiento, siempre fértil, armaba un andamiaje de sentido en torno a cualquier idea que le interesase. Una vez formado, lo desarmaba poco a poco. Creía que, si eliminaba con cuidado elementos de su discurso y este, aunque se tambalease, no se derribaba, podríamos decir que habíamos alcanzado una forma de verdad. Igual que en ese entretenimiento llamado Jenga, donde gana quien consigue que, a pesar de que se vayan eliminando piezas, el conjunto fundamental se mantenga en pie.

Desde luego, ella jamás utilizó el concepto arriba indicado. Echaba por tierra toda tentativa “técnica” de describir, no sólo su propia filosofía, sino la disciplina en general. Aborrecía los intentos, que tildaba de pedantes, de elaborar un vocabulario “difícil” que, presuntamente, dotase de una pretendida especialización “iniciática” a sus practicantes. Por el contrario, su estilo era diáfano, libre de semejante jerigonza. Eludía toda sombra de oscurantismo especializado en la expresión de sus ideas, pues, para ella, lo fundamental era alcanzar la claridad expositiva para que la gente, en general, no se perdiese en la complicada terminología. Renegaba, en principio, de toda expresión en apariencia inescrutable. Recuerdo que, en una ocasión, tras dejarle mi tesis doctoral para que la corrigiese, al llegar a un pasaje que ella consideraba poco claro, me recriminó algo a tal respecto. Sumamente crítica con mi trabajo, pues le importaba mucho que yo no perdiese rigor, una mañana me espetó, de esa forma tan irónica que se gastaba cuando quería regañarme, “vaya, se ve que hoy amaneciste bien oscuro. Sumirías en la sombra al propio Heráclito”. Un segundo después, ambos nos reíamos ante semejante ocurrencia. Evidentemente, aceptaba que, dada la naturaleza abstracta de su área predilecta de conocimiento, existieran locuciones rebuscadas del tipo arjé o epojé, e incluso otras más abstrusas. Lo que no admitía, sin embargo, era que las mismas se empleasen para arrojar tinta de calamar sobre el entendimiento, con la intención de distraer a este en disquisiciones léxicas mientras que, aprovechando la confusión, se eludía la verdadera esencia del problema tratado, por lo común bastante elusiva ya de por-en-desde-para sí. Creía que así se desvirtuaba el interés que la filosofía podría ejercer sobre el público, adquiriendo inmerecida fama de ininteligible y farragosa.

Nunca quise indagar si semejante repulsa hacia la oscuridad correspondía a algún episodio concreto de su vida privada, a pasajes poco claros de su biografía. Jamás dio pie para que hablásemos de tales asuntos. Lo importante, no se cansaba de reiterar, era no caer en sofismas. Para ella, pensar era una actividad a tiempo completo que requería entrega, pasión y cuidado. Le daba mucha pena ver cómo, últimamente, parecíamos asistir a la extinción del pensamiento a través del propio pensamiento. A veces, decía, daba la impresión de que la filosofía se había convertido en una especie de mantis religiosa que, habiéndose apareado ya con todos los conceptos, sin haber dado a luz certidumbre alguna, terminaba autofagocitándose hasta su completa aniquilación. Me costaba seguirla cuando se ponía así de profunda. Pero esto no ocurría a menudo. La mayoría de las veces le gustaba disertar en otro tono, mientras paseaba, o sentada en un banco, en la terraza de un café, e incluso en la parada del autobús. A su manera, lo que le atraía eran los vínculos entre la filosofía y la poesía, lo cual casaba muy bien con su modo de discurrir… a lo Jenga. Escribía con bolígrafo (casi siempre mordisqueado por el capuchón) en servilletas de papel. Creaba de esta guisa versos manuscritos que apilaba en series sucesivas de estrofas, tan repletas de palabras que, al principio, parecían más prosa que poema. Y luego, una a una, las iba quitando, con cuidado, hasta quedarse con el precario equilibrio de, por ejemplo, una de sus últimas composiciones…

Así era Sofía, mi madre. Una mujer autodidacta que nunca pisó una universidad y de la que acabé siendo su único alumno, heredero de su legado intelectual, compartido en horas y horas de casera conversación. Uno de los pocos temas que no llegamos a tocar en vida fue el de la religión. En su lecho de muerte se cuestionó si la divinidad existía o no, y si, de hacerlo, sabría jugar, no a los dados… sino a la Jenga. ¿Te imaginas que así fuera?, me preguntó, con esa vocecita suya de niña curiosa, instantes antes de levantar su definitivo vuelo de lechuza hacia la larga noche. Sería una buena manera de pasar la eternidad, elevando pensamientos que, luego, al final, terminasen derrumbados como infinitos escombros de lo inefable.

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