Había estado lloviendo toda la noche, era una lluvia fina, ligera, pero que dejó un ambiente pesaroso en el día que estaba por empezar. Habría sido un domingo cualquiera, de un octubre cualquiera si no fuera porque era el primer día que salía a la calle en lo que iba de año. Vestía con tejanos viejos, gastados y una chaqueta de tres cuartos de color verde, de las que usaban los soldados alemanes en la Segunda Guerra Mundial. En el bolsillo escondía un libro titulado «Momo», el cual contenía anotaciones y frases subrayadas entre sus páginas. En medio de ellas, una hoja de afeitar hacía las veces de marcador.
Los últimos meses había leído mucho, se podría decir que de forma compulsiva. Novelas, biografías, poesías, ensayos… Estaba ansioso de respuestas que pusieran en orden el amasijo de pensamientos que deambulaban libremente por su cabeza. El último libro que devoró fue “Cioran, Manual de Antiayuda». Ese libro le animó a salir de su cuarto y pasear por el cementerio de Montjuic. Había ido a reunirse con su futuro. Había ido para encontrar un poco de esa calma que tanto necesitaba.
La atmósfera se transformó en cuanto empezó a pasear por entre las tumbas. Podría decirse que hasta la luz cambió en el ambiente, volviéndose más fría y cortante. Sus pies se abrían paso entre las hojas caídas, amontonadas al azar en el suelo. Iba leyendo los epitafios grabados en las lápidas: “Te echo de menos, has sido el amor de mi vida” o “11-09-1989, a los 18 años” era algo que no le dejaba indiferente; como tampoco lo era ver nichos abiertos y vacíos, minúsculas habitaciones de frío cemento esperando ávidas a los próximos inquilinos. Observando esos nichos se vio a él mismo y se vio cansado, harto, insatisfecho con la vida, vagando por el mundo perdido, engañado, mirando a un abismo por el que no se quería tirar. Se sintió ausente en su propia existencia.
Se sentó buscando al sol en un banco cercano, junto a una fuente por la que no cesaba de correr agua. Parecía que, de alguna manera, estuviese buscando cualquier vestigio de vivacidad. Del bolsillo de la chaqueta sacó a “Momo” y en el interior de la portada escribió:
“Vivo pensando en que algún día moriré, tarde o temprano todo esto acabará, terminaré como todos los que ahora mismo me rodean; pasaré a no ser más que un recuerdo en algunas personas, pero ese recuerdo también morirá, desaparecerá cuando lo hagan las personas que me recuerden. No quedará nada de nadie. Todo lo que sustenta nuestro mundo, nuestros fuertes y sólidos pilares, puede desplomarse, convertirse en ruinas, deshacerse en añicos en tan solo un instante. Quizá sea por eso que nos aferramos desesperados a nuestros ideales y formamos una identidad firme en función de ellos. Creamos un Yo y nos apegamos a él para sentir que por lo menos ese Yo es real que, aunque todo nuestro mundo desaparezca, ese Yo, ese personaje inventado va a seguir existiendo. Pero no existe ningún Yo, todo se desvanece y no hay ningún ego que pueda detenerlo. La vida es sufrimiento. Se nace para morir, esa es la gran verdad. Ser consciente de ello, aceptarlo y hacerle frente puede llevarnos a la desesperación, a una vida de soledad y miseria. Es en este punto cuando comprendo que los extremos no son opuestos, sino complementarios, el famoso Yin Yang. La misma causa de una vida de sufrimiento puede llevarnos a la auténtica Paz, esa que es imposible explicar».
Se sentía como si hubiera entrado en un terreno prohibido, en un lugar en el que no debería tener acceso y estuviera faltando el respeto a alguien. No le correspondía estar allí, no había ido a contemplar la arquitectura, ni a ver las tumbas de personajes históricos, ni mucho menos a poner flores a nadie. Era un impostor, un extraño, un forastero. Estaba allí con el propósito de encontrarse con su futuro, eso era algo que le calmaba, algo que le llenaba de una paz que apenas era capaz de recordar. Hacía que los infortunios de la vida perdiesen toda su importancia, que no fueran tan malos, tan horribles ni tan difíciles de llevar. Hacía más real y valioso su día a día.
El canto de varios pájaros acompañaba cada uno de sus pasos. Caminaba sin pensar en nada en concreto, leyendo de manera involuntaria y mecánica las inscripciones de las lápidas. Se paró frente a una fosa vacía y una idea surgió sin aviso en su cabeza: ¿Qué pasaría si sus pies le llevasen de pronto a su propia tumba, si él fuese el próximo inquilino de uno de esos nichos vacíos que había dejado atrás? ¿Cómo sería eso de leer en una lápida su nombre y la fecha de su propia muerte? ¿Sería bueno que al nacer lo hiciéramos con una fecha de caducidad tatuada en la nuca? ¿Tenía sentido vivir simulando ser eternos, como si no fuéramos a morir nunca?
Miró a su alrededor y se encontró solo. Oía a lo lejos las voces de unos críos, el ladrar de un perro y el ruido del tráfico de la autovía como colchón de fondo. De un salto bajó a la fosa, se sentó tembloroso en la tierra húmeda y sacó a «Momo» de su bolsillo. En su móvil, enfocándose, le dio a grabar a Facebook Live y, agarrando fuerte la hoja de afeitar leyó en voz baja lo que había escrito él mismo, unos días atrás, en las últimas páginas del libro:
LA HABITACIÓN DE LA TRISTEZA
Vacío. El mundo está vacío. ¿La vida? Pasea sin vida, dejándose de banalidades, llegando en bastas formas hasta ríos, ¿desprendidos? No. Vacíos, ríos vacíos. Cuerpos vacíos. Bellísima sangre prematura del turbio olvido. Tú, que tanto te quejabas, gritas alabanzas a un Dios desconocido. Secos, tristes, negros… humedecidos. Vacío. El mundo está vacío.
El canto de los pájaros, las voces de los niños, el ladrido del perro, todo se fue desvaneciendo.
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