Mis hermanos y yo crecimos en uno de esos barrios de los que ya no quedan. Antes de que el progreso y el asfalto cubriera de negro el lugar de nuestros juegos, la replaceta era polvorienta y desigual. Que estuviera cubierta de tierra ofrecía grandes posibilidades. La chiquillería era feliz haciendo hoyos en el suelo para jugar al guá, dibujar una rayuela con un palo o mezclar la tierra con agua para hacer barro. Las caídas sobre el terreno eran dolorosas y además, finalizada la jornada de juegos, el polvo acumulado hacía imposible eludir el baño, para desesperación de nuestra madre que no entendía cómo no podíamos jugar sin ensuciarnos; nunca entendí como le costaba tanto comprender este hecho cuya lógica era aplastante.
El conjunto de viejos edificios componían el breve mapa de mi mundo y yo, a mis escasos siete años, sabía que el recuerdo de aquella replaceta quedaría cosido a pespuntes en el dobladillo de mi vida. Conforme fui creciendo, otras calles, otros lugares, otras plazas, se incorporaron a mi universo entrando a formar parte del paisaje que conforman mis recuerdos, pero ninguno fue tan intenso como el del lugar donde aprendí a jugar. La pequeña replaceta, que antaño se me antojaba enorme, servía de aparcamiento a los pocos afortunados que disponían de coche y que utilizaban de improvisados trasteros para guardar las bicicletas. Nuestro coche, un viejo Seat 1500 heredado de mi tío taxista, aumentó el stock de vehículos del barrio así como el número de dimes y diretes de cómo mi padre, con su modesto sueldo, pudo haberse comprado un coche como aquel, al que asociaban con un estatus que, ni de lejos, teníamos. La replaceta era además un práctico tablón de sentimientos donde a golpe de palo, trazábamos corazones atravesados por la flecha hiriente que despertaba al primer amor. Daba cierta impunidad el anonimato de la escritura en tierra que, si bien no era duradera, permanecía el tiempo suficiente para provocar risitas de satisfacción cuando tu inicial aparecía junto a la de tu amor secreto. La tierra también servía, sin embargo,para albergar mensajes insultantes. Los motes que circulaban por el barrio quedaban al descubierto en los mensajes polvorientos estableciéndose un duelo de ingenio para provocar la herida en el orgullo del contrincante, iniciando una espiral de reyerta escrita que nunca llegaba a mayores y casi siempre terminaba cuando había que comenzar a jugar a polis y cacos o al mate. El ardiente y frío alquitrán vino a sustituir nuestro rudimentario sistema de mensajes donde, a golpe de tiza, desnudábamos el alma y con garabatos infantiles, nos declarábamos. La permanencia de la palabra escrita era una ventaja si tus iniciales iban unidas al amor de tu vida, pero era tremendamente dolorosa cuando quedaban excluidas de los corazones que se dibujaban quedando tu amor no correspondido. Y, a pesar de mi corta edad y de que estaba a años luz de sentir el verdadero amor, sufrí mis primeros desengaños amorosos sobre el suelo de aquella replaceta, donde aparecían corazones por todas partes, y ninguno llevaba mis iniciales.
A pesar de ello, desde mi atalaya de persona adulta, todos los recuerdos de mi niñez, los buenos y los malos, me llevan a ese barrio, a esa pequeña plaza donde al caer la tarde un tumulto de chiquillos, la inundaban con sus risas y sus gritos, componiendo la banda sonora de mi infancia.
Hoy, los coches se han apoderado de la replaceta, las risas infantiles apagadas, se refugian en el parque y los corazones de tiza borrados permanecen solo en la memoria.
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