La noche ha caído, Rosita, asoma la cabeza por el portón de su casa, quiere comprobar que la calle está desierta. Durante el invierno, el frío, hace que todos se retiren más pronto. Ella vive en una calle del centro, donde sólo la mitad de las casas están habitadas, el resto son pequeños negocios: comercios o de hostelería. Las luces de los escaparates permanecen encendidas. En el único bar abierto hay dos mesas ocupadas, sus dueños, empiezan a las seis de la mañana con los primeros cafés, y siempre son los últimos en cerrar.

Rosita sale sigilosa de su casa, anda despacio. Sus pies, visiblemente afectados por la artrosis, arrastran unas viejas zapatillas rotas y mugrosas. El rostro de la mujer dibuja una mueca de queja, hace mucho frío. Una bata azul acolchada cubre los andrajos que la envuelven. En el cuello y los hombros, la roída y sucia toquilla, completa su vestimenta. Ni las bajas temperaturas, ni las aceras mojadas por la humedad, le impedirán salir. Es una furtiva en busca de tesoros.

En la calle huele a pimiento frito, cebolla, pescado, carne asada… Son aromas de hogares tradicionales, donde existen lloros de niños, risas, voces que se dejan oír de los televisores… Ella vive en un caserón poco acogedor, una casa labriega de dos plantas, con un portalón de madera en la entrada. Allí nació y vivió toda su vida, en compañía de sus padres, hasta que quedó sola. Rosita es lo que ahora se llama una mujer discapacitada. Ha sido víctima de distintas generaciones de adolescentes, en ella, han tenido una cruel diversión. Pandillas de jóvenes aporrean la puerta de su casa esperando su reacción. Ella, furiosa, sale cargando un cubo lleno de agua, dispuesta a lanzarlo con tal de defenderse. Y grita balbuceando frases inteligibles, mientras, un grupo de chicos corren calle abajo divertidos. Es una escena que se ha sucedido con el tiempo, tan habitual, que nadie hace nada.

Qué decir del aspecto de Rosita… es esperpéntico y descuidado. Un ser menudo de tronco corto, amorfo, barriga prominente y piernas enjutas. Nadie ha visto sus ojos achinados sin sus gafas de culo de vaso. La nariz domina su rostro, rematado por una diminuta boca de labios finos enmarcados por una hilera de pelos blancos y negros. Toda ella es un olor agrio, añejo, de cuerpo sucio, de ropa sin lavar, de restos de comida, todo un cumulo de circunstancias que envuelven su vida.

Cada mañana antes de las ocho, recoge a su vecina ciega, y juntas del brazo, van a misa primera. Por las tardes a las seis las novenas y el rosario, es el único aliciente social que mueve su voluntad. Las dos mujeres siempre ocupan el mismo banco. Los rezos de los feligreses resuenan vacíos en la iglesia. A la hora de la comunión, la mujer, arrastra a la ciega hasta el pie del altar, ambas regresan a su sitio, sus pies torpes tratan de dibujar pasos acompasados a la vez que sonoros.

Así día tras día, Rosita, forma parte del paisaje de la calle. Es una mujer atemporal, nadie sabe cuántos años tiene, aunque sí su secreto. Por las noches, todos saben que a la misma hora sale de casa, creyendo que nadie la ve, y registra minuciosamente los contenedores de basura, en busca de tesoros, de cosas que va metiendo en bolsas, objetos inútiles que guarda celosamente. Su hogar es lo más parecido a un vertedero, al pasar por la puerta, un hedor pestilente la delata. Los vecinos saben que padece el síndrome de Diógenes, pero están demasiado ocupados para prestarle atención. Solo en una ocasión, los servicios sociales del ayuntamiento, decidieron actuar, sacaron centenares de cosas y bolsas acumuladas. Rosita lloraba desconsolada, jamás nadie había violado su intimidad. Pronto volvió a las andadas, en pocos días, el olor se instaló de nuevo en su espacio.

Una mañana un coche de la policía local estaba parado frente a la casa. Lo más insólito fue ver la puerta ofusca de par en par, jamás ningún vecino había puesto un pie en su morada. En la calle se concentró gente queriendo saber. Rosita había muerto sola, rodeada de “tesoros”, de cosas inútiles, las que había acumulado noche tras noche.

Su amiga, la ciega, se alarmó cuando no fue a buscarla como todas las mañanas, y al ver que no respondía a sus llamadas, pidió auxilio. Un agente subió por el balcón y accedió a la casa rompiendo los cristales. Allí estaba Rosita, en su cama, inmóvil, envuelta en su bata azul acolchada, con las medias remendadas puestas y cubierta con una vieja manta.

Dos operarios de la funeraria sacaron su cuerpo metido en una bolsa. Habían terminado para siempre las escapadas nocturnas, en busca de tesoros.

Isabel Tárrega

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