Apenas salen los primeros rayos del sol y la calle comienza a renacer; los pasos apresurados, la bocina del triciclo del lechero, el olor a pan recién horneado…

Cierro los ojos y me concentro en absorberlo todo, los ruidos, los olores, los recuerdos; es como si el tiempo no hubiera pasado por ahí, como estar en un México congelado; no parece que viajé kilómetros para llegar ahí, parece que viajé años al pasado.

Me despierta de mis pensamientos Lucila, la nana de mi abuela, “¿Ya vas a probar alimento niña?”, me pregunta mientras corre las cortinas, la observo…“¿cuántos años tienes Lucila?” – le pregunté alguna vez, “no lo sé niña pero yo creo que son hartos, ya los huesos me lo recuerdan cada mañana cuando me truenan al levantarme”; yo creo que está rebasando apenas los noventa, era una niña cuando llego a casa de mi bisabuelo Esteban y cuidaba a mi abuela quien partió el año pasado a los 82 años. “Si nanita” – le respondo abrazándola, huele a flores, a leña, a pan, a historia…

Entro a la cocina y ahí están Lola y Carmelo, hija y yerno de Lucila, Carmelo está dándole los últimos tragos a su taza de café, ya se va a trabajar, supervisa los trabajos en el campo, es un hombre recio, fuerte, tiene la piel ajada por el sol y los años, pero es trabajador y honesto como el que más. Lolita es una mujer rolliza, encantadora y sonriente, tiene la sonrisa más sincera que alguien haya visto y siempre está contenta, ¿y quién no en esa tierra maravillosa?, ¿quién no con esos perfumados amaneceres?.

Toda la cocina huele a café, Lolita me ofrece una taza humeante y yo sin pensarlo la recibo, abro la puerta de la cocina y me quedo ahí, bebiendo de la taza y mirando pasar a todos…, pasa Doña Tola, la tendera, viene de la panadería y sonriente saluda “¡que milagro niña!, que ‘gueno’ verla por acá” –grita entusiasmada con su estridente y simpática voz, “gracias Doña Tola, saludos a Don Bulmaro!” –le contesto gritando casi como ella. Ahí viene corriendo Mercedes, su hija de Lola, trae de la mano a Manuel, uno de sus cuatro hijos, un adolescente flacucho y desgarbado que viene apurado porque su abuelo Carmelo lo está esperando para llevarlo al campo… “Tiene que aprender güera” –me dijo Carmelo, “que se ocupe en los días que no hay escuela, si está de ocioso de seguro aprende malas mañas”.

Saludo a Mercedes con un gran abrazo y me cuenta con una rapidez maravillosa que ha pasado en su vida en los 18 meses que no la he visto, así me entero que Benito, su esposo ya está trabajando dirigiendo el racho del Señor Mediz y gracias a ello ya estaban fincando su casita de ‘material’, que además Manuel, Pancho, Victoria y Cristina iban muy bien en la escuela y que seguramente si Benito conservaba el trabajo, los cuatro hijos irían a la universidad en la ciudad.

Se fueron los hombres y nos quedamos en la cocina, hablando, recordando; había que ir al mercado y me ofrecí encantada a ser acompañante de Mercedes a dicha diligencia.

Quisiera que mi mente pudiera imprimir la imagen a color de cada una de las calles que pasamos antes de llegar a nuestro destino y después me imprimiera todos y cada uno de los puestos del mercado; aguacate, chile habanero, maíz, frijol, mandarinas…, todo aquello hubiera sido digno de una postal.

Es una pena que las vacaciones sean tan cortas y que bendición que nuestros recuerdos sean tan largos…, prometí volver en la próxima oportunidad y lo haré, lo prometo.

Así es la calle, así como cualquier calle, de cualquier pueblito del sureste de mi país.



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