La calle es un larguero que alberga casas e inquilinos, principalmente niños de uno a ochenta y siete años. Son casas de colores, algunas de tres pisos que parecen palomeras. Yo vivo en una de esas. Cuando me asomo por la ventana veo a los otros niños jugar cómo si fueran dulces envueltos en papeles multicolores y a Sombra, Lucas y Lady, los tres perros que corren de esquina a esquina cómo si todo el tiempo trajeran buenas noticias.

Todos somos amigos, especialmente Verónica que además de ser mi compañera de pupitre en el colegio, al que vamos caminando, contándonos nuestras historias, es mi amiga desde siempre.

Desde la ventana veo especialmente a Martín y quien llamo a gritos. Martín…Martín…, él levanta la cabeza y me dice, baja, no me gusta gritar. Por el cielo cruzan nubes rosadas y varias mariposas revolotean dentro de mí.

Parezco una garza blanca dando zancadas escaleras abajo. Me uno al grupo de los dulces de colores, Martín huele fresa. Miro hacia arriba, mi casa parece un edificio lleno de ventanas y flores. Martín habla con los ojos y las manos, de las mil palabras alcanzo a escuchar, bicicleta, domingo, me gustas. En ese momento sus palabras son como un chocolate Lindt derritiéndose en mi boca. Dulce, suave y aromático.

Ese día nos hicimos novios. Fue un pacto sellado con entrelazamiento de dedos y tierna mirada.

Desde ese día la calle tomó otra dimensión, dejó de ser la calle que yo conocía. Desde arriba sólo veo a Martín. A veces me gusta, a veces no. Creo que antes todo era más fácil.

Por ejemplo, un día llegué del colegio, me quité el uniforme para ponerme los pantalones y la blusa que me regalaron mis padres el último día del mes. Y tú para dónde vas? me detuvo mi madre en la puerta. Voy a salir a jugar con Verónica. Me hizo regresar a mi alcoba a cambiarme nuevamente y a hacer las tareas del colegio. Las lágrimas mojaron los números, el cinco y el seis quedaron reducidos a una mancha de tinta.

Llegó el domingo a nuestras casas y creo que al resto del mundo. Todos los niños, de uno a ochenta y siete años, nos reunimos en el parque llamado El Magnolio, que empieza donde termina la calle de mi casa. Era un día soleado, primaveral, con flores y aromas embriagantes. El parque se fue llenando de hermosas bicicletas que para nosotros eran mejores que las motos Harley-Davinson.

Soñar no me cuesta trabajo, sueño más despierta que cuando estoy dormida. Eso se lo debo a la calle de mi infancia, a mi calle.

Entre todas las cabezas, busqué la única que realmente me interesaba, la de Martín. Para gran dolor mío, otra cabeza rubia lo acompañaba. Un largo y áspero lazo hizo un nudo en mi estómago que me causó angustia, desee estar en mi cama con Canelo, mi oso de felpa. Al final disfruté, no le hice caso a la cabeza rubia y a la final tampoco a Martín.

Sin embargo el lunes siguiente, cuando me asomé por la ventana, todo lo vi gris, no pude evitar que una lágrima rodara por mi mejilla. No me gustaron las casas, no sé porqué razón las pintaron con colores de felicidad.

Ya no salía con tanto gusto a la calle, y con lo qué me gustaba hasta hace pocos días. Algo en mí cambió. El fin de año llegó con sorpresa, yo sabía de qué se trataba, sin embargo me asusté. Mi madre ya me había comprado las toallas higiénicas. Primero habló mi madre y cuando le llegó el turno a mi padre, las palabras se le atragantaron cómo sí se rehusaran a salir, con el fuerte abrazo llegaron estas emotivas palabras:

Hija… ya eres toda una mujer.

En esa calle pasé los momentos más felices de mi vida, pero también los más tristes. Empecé a escribir sobre ella y la vida de los niños de uno a ochenta y siete años. Una servilleta, una hoja de papel suelto, después una libreta de apuntes que llevo siempre en mi morral. La calle viene a mí con sus historias y recuerdos, la recorro día a día, centímetro a centímetro, para entender la esencia de la vida. Mi mente abre nuevos caminos que nunca pensé que existían; de mi alma brotan sentimientos que en forma de letras llenan hojas de papel.

Pasan los años. Los niños crecimos y los de ochenta y siete se apagaron por cansancio, don Juan nos dejó su eterna sonrisa, don Mario, su generosidad de espíritu y doña Filomena, la sabiduría. Martín creció y creció hasta desinflarse dentro de mí. Verónica tiene tres hijos y yo aún no me he casado, en vez de criar hijos me dedico a escribir. El listado es largo, con los dulces de colores podría llenar varios paquetes.

La calle, mi querida calle. Los recuerdos fueron construyendo más casas, algunas de colores vibrantes y otras tristes, fueron poemas que rasgaban mis entrañas sin lograr borrar la tristeza de sus gentes. La felicidad no es eterna. La niñez refulge en esa calle que resulta ser una urna de cristal que nos protege del dolor.

El olor a chocolate y a pan caliente sale por las puertas abiertas para los amigos que siempre son bienvenidos. El calor humano se puede tocar, la amistad se puede respirar. La fraternidad nos conduce en bicicletas seguras, no queremos más Harley Davidson, que nos devuelvan nuestras bicicletas, las casas de colores, la dulce calle con olor a canela, con las luces de Navidad, con los dulces envueltos en papeles de colores, con las estrellas y la luna que iluminaban nuestros juegos.

Qué nos devuelvan la Calle de la Infancia.

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