Una botella de vino blanco.

Una botella de vino blanco.

María Marí Roig

10/12/2018

Su mundo y sus ojos se apagan al morir su madre. Él bebe para olvidar. Coletilla deshilachada de una gran familia: otra hermana ciega –sentada como estatua-, hermano violento, tía desdentada y harapienta, cuñada fría y desaliñada. Tejen arañas desde el techo abandonado. Repican cubiertos alrededor de una mesa movediza. Murmullo grave y dilatado, con desprecio. Un hueso mortal se le clava en la garganta. Ellos siguen masticando…


Él era mi tío. Mi tío Raimundo. Lo recuerdo joven y alegre. Feliz. Siempre corría los doscientos metros que separaban nuestras casas, para contarme que se iba a la ciudad cercana a comprar muchas cosas, entre ellas una botella de vino blanco.

De regreso le esperaba su madre con ojos cándidos y sonrisa de marfil -mi abuela-

Ella siempre vestía un vestido largo negro, un pañuelo también negro en la cabeza, una camisa arremangada hasta el codo y unas zapatillas de esparto. Se sentaba en el patio, a la sombra de la palmera y las buganvillas color fucsia de fondo, con un canasto de mimbre lleno de calcetines rotos, dedal y un cojinete de agujas de todos los tamaños. Sin perder la sonrisa empezaba a remendar la ropa, mientras mi tío le contaba cuánta gente y cuántas calles había visto.

—Madre, allí todo es diferente, las mujeres van vestidas con ropas de colores y muchos hombres llevan traje y corbata. Hay carruajes engalanados y también algún coche moderno. Y el mar, madre, le encantaría verlo. Hoy las olas casi se subían al muelle, pero me hubiese gustado embarcarme. Estaba lleno de gente saludando desde las cubiertas con pañuelos blancos.

Ella seguía sonriendo y remendando los calcetines.

—Quiero hacer un viaje pronto, madre. Ya soy mayor de edad y como Felipe – su hermano mayor- quiero salir del campo y hacer negocio en otro país o ciudad más próspera.

A la hora de comer descorchaban la botella de vino y mi tío estaba tan exultante que iba y venía de mi casa para contarme todo lo que había vivido aquel día.

Esta secuencia se repetía una y otra vez. También lo de la botella de vino blanco.

(…)

Despertó de madrugada con la humedad calándole los huesos. El murmullo del mar le recordó quien lo había dejado allí solo, tirándolo desde un coche, como si fuera un saco de patatas. Sentía el cuerpo maltratado y al tocar el dolor en sus labios saboreó la sangre, medio reseca. Palpó su cuerpo para asegurarse que iba vestido y buscó las gafas que le pesaban encima de los ojos, rozando ligeras roturas en uno de sus lentes. Tanteó su bastón, marcando huellas desesperadas en la arena para encontrarlo. Y así tuvo una ligera satisfacción en medio de la nada. Pudo incorporarse y eso le impulsó a vomitar la resaca que llevaba encima. Poco a poco la playa se llenó de voces y el sol acarició la soledad del tio Raimundo.

Con la perspectiva que dan los años y teniendo en cuenta que yo había hecho mi vida, y que ya no éramos vecinos como antes, hay un lapsus en el tiempo que perdí el rastro existencial de su vida. Solo nos veíamos, de vez en cuando, en algún acontecimiento familiar: boda, comunión, bautizo… y siempre sobrevolaba el rumor del borracho tío Raimundo. Yo me sentía fatal, y creía que, con la posibilidad de contarme sus problemas e inquietudes como antaño, habría sido posible rescatarlo de su adicción. La miopía regresiva que había heredado junto a otros de sus tres hermanos, había avanzado hasta la ceguera completa, y ambas cosas hacían de él un ser completamente desvalido e indefenso. Ya no contaba con la protección de su madre, y ese hermano mayor que tanto admiraba e idolatraba en su juventud, ahora vivía de él, de su pensión y, lo peor y que lo convertía en un indeseable, lo maltrataba. Yo, en cierta forma, me sentía responsable…

Aquel aciago día, sé que en la playa se le acercó alguien, al verle con problemas de movilidad, y, con su ayuda, cogió un taxi; pero antes de llegar a su casa le pidió al taxista parar y comprar una botella de vino blanco. Que se bebió antes de aquella comida con la desgraciada familia.

—¿Dónde le dejo? Le pregunta el taxista.

— Cuando se encuentre una gran pendiente en el camino, a la derecha. Una casa grande, con una gran palmera y buganvillas fucsias…

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