Procrastinar es una de esas palabras curiosas que se esconden en el diccionario. Significa, podríamos decir, demorar la ejecución de una o varias actividades importantes, que deben hacerse, sin impedimento aparente para llevarlas a cabo. Para mí es un hallazgo relativamente reciente. Sin embargo su significado me es del todo conocido y usual. Con muy poco esfuerzo puedo encontrar cientos de ejemplos propios, como aquellas tardes de desidia en una edad perdida en la memoria, de estudiante taciturno, de libros bostezando, de fórmulas químicas no resueltas, de ecuaciones sin despejar, de mapas en blanco, de guerras sin fecha.

Un día de mayo, el tiempo pasaba en blanco y negro en el televisor del salón. Un libro de texto descansaba sobre la mesa camilla, afectado por la desidia de un verano incipiente. Un banderillero citaba a un toro enorme en la pantalla del televisor, erguido, de puntillas, juntando la barbilla al pecho, desafiante, alzando al cielo su castigo. Entonces solo podían verse dos canales en toda la nación, y el mando a distancia era uno mismo, acopiando voluntad de levantarse a apretar el botón del aparato. Madre, que hacía punto en el sillón, dejó sobre la mesa la madeja de lana, las agujas y la pieza avanzada de un jersey, con cuidado de no perder los puntos de la última fila, y se dirigió a su cuarto. El banderillero fintó a la derecha, el toro aceptó el quiebro y cambió su trayectoria, y con un movimiento veloz, aquel hombre recogió su figura, volvió a erguirse, alzó sus brazos y descargó las puntas de las varas en el lomo del animal. Madre regresó con una fotografía, un pequeño retrato de estudio, algo gastado. Era una estampa familiar donde ella, sus padres, hermanos y algunos rostros de los que nunca supe, posaban en un decorado que emulaba el tendido de una plaza de toros, guarecidos detrás del burladero. Se sentó a mi lado y, uno a uno, fue señalando sus rostros. Me contó que el abuelo José —el del bombín, a la izquierda, al lado de madre— se encargó durante un tiempo de llevar las mulillas de arrastre en la plaza monumental de Valladolid, que las mulillas dormían en la cuadra de la casa familiar, junto a gallinas ponedoras y conejos de crianza, que ella se encargaba de darles la comida, de ponerles nombre y hablarles. Una tarde de toros, me dijo, un morlaco saltó por encima del burladero y, arremetiendo contra todo, fue a llegar a la puerta de arrastre y embistió hasta la muerte a las mulillas. El abuelo, tras el disgusto, buscó otra forma de dar esquinazo al hambre y decidió cambiar de tercio comprando un camión con bañera, para transportar carbón.

Aquella fotografía, me dijo, se la hicieron cuando aún era soltera, un año durante las fiestas grandes de Valladolid. El abuelo José, con su bombín calado, se fue antes de que pudiera conocerle. Su camión también se fue poco después por el camino de las noches de juerga que el tío Pepe —hermano de madre, el del sombrero mexicano, en el medio, espontáneo habitual de los antros de moda en la ciudad— solía dispensarse. La abuela Martina —con el pelo recogido en corona al igual que su hermana, a la izquierda de ella— se quedó compuesta y sin marido. A la abuela, no en el retrato, sino en carne y hueso, se le quedó el rostro agriado por la sequía que se extendió por los pasillos de la casa, en la calle Capuchinos; unos pasillos infinitos, con techos que rascaban el cielo. Su única compañía permanente a lo largo del luto fue Luisita, a su derecha, la mayor de las hijas, que no llegó a casarse. Ambas se cuidaban, y cuidaban de la casa, que envejecía junto a ellas. La tía Conchi, la hija menor y también la más menuda, parecía asomarse de puntillas al burladero. Conchita, decía madre, era muy despistada e inocente, y en mi memoria actual no es más alta ni muy distinta, y sonríe de la misma forma. Hace tiempo que no la veo, que no escucho su voz atiplada —que tanto me recuerda a la de Gracita Morales—, que no me cambia el nombre al saludarme. Tengo noticias suyas por la prima Marisa, le va bien, también al tío Ángel, su marido, disfrutando de sus nietos, los conocí una vez, en una comida familiar, chateaban por el móvil con amigos. De aquella fotografía, ya solo queda ella. Madre también marchó, porque marcharse es una fase más de la existencia.

Por poner otros ejemplos, procrastinar es también aplazar la lectura de ese libro que compré hace meses, demorar la visita anual al dentista, posponer el propósito de dejar de fumar, o eludir el momento de las despedidas.

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