Toda familia guarda un secreto, una historia inconfesable que se oculta y olvida para seguir viviendo. Pero si esa historia renace ya no es posible el olvido y hemos de aprender a convivir con ella.

Esto ocurrió cuando murió madre. Por entonces mi hermana y yo vivíamos en Valladolid, donde ella nos llevó segura de que nadie reconocería nuestros nombres y donde podríamos olvidar los hechos que ocurrieron tiempo atrás en nuestra cálida tierra cordobesa.

En la sobria Castilla vivimos al margen de cuchicheos y miradas indiscretas. Misas y rosarios, donaciones y visitas a enfermos fueron el castigo que hubimos de pagar por algo que nunca hicimos.

Nos quedamos solas en una tierra extraña, pero la vida debía continuar y decidimos poner orden en la casa. Así, por casualidad, encontré una vieja fotografía donde aparecíamos los tres hermanos: Celina, la mediana, Pepín, el menor y yo, Carmela, la mayor. También estaba madre, y en la esquina izquierda se adivinaba el hombro de padre, que ella había hecho desaparecer de un tijeretazo. No había vuelto a ver aquella fotografía que pensaba destruida, porque madre, después de lo que pasó en Córdoba, quemó todo vestigio y nos obligó a olvidar.

Pero aquella fotografía era un testigo mudo de nuestra historia y sin pretenderlo, removió todo cuanto creía olvidado en nuestra aburrida vida vallisoletana.

De jóvenes la vida era alegría, pasábamos las tardes cosiendo el ajuar en el frescor del patio, allí nos reuníamos la cuadrilla de amigas y entre risas, bordados y canciones éramos felices esperando a ese joven galán que viniera en la oscuridad de la noche a rondar junto a nuestra reja.

Cuando nadie lo esperaba nació Pepín, el juguete de la casa. Era un niño guapo y rubio, al contrario que nosotras que siempre fuimos muy morenas.

Quizá fuera por el vino que bebía en la taberna, quizá por ese pelo rubio único en la familia, lo cierto es que padre se volvió un hombre agrio y violento, muchas noches volvía borracho y gritaba a nuestra madre. Celina y yo intentábamos que Pepín no escuchara los gritos y nos metíamos debajo de la cama. Pero notaba cómo temblaba, y trataba de protegerlo entre mis brazos.

A la edad de catorce años era un niño alegre, pero una noche llegó sofocado a casa y comenzó a llorar con angustia. Se ahogaba, y con voz entrecortada nos confesó algo terrible que padre le obligó a hacer.

-Si eres hijo mío-, le había increpado –tendrás que demostrarlo.

Al parecer le había arrastrado hasta un burdel de los que él frecuentaba, y obligó a la criatura a tener sexo con una prostituta de 60 años.

A partir de ese día dejó de sonreír y una sombra oscura se instaló en su mirada azul.

Después pasaron demasiadas cosas. Hechos que nunca hubiéramos podido imaginar.

Un buen día, la guardia civil se presentó en nuestra casa en busca de Pepín. Le acusaban de robo. Luego supimos que desde hacía tiempo, entraba en el dormitorio de una joven del pueblo y pasaba horas espiando mientras dormía. Una noche la joven despertó y él se asustó, se abalanzó sobre ella para que no gritara y a partir de ahí todo era confuso. Pepín no recordaba nada, y los padres de la joven, para salvaguardar su honra, lo acusaron de robo. Pasó tres años en la cárcel. Tres años que destrozaron nuestra maltrecha familia.

Para nosotras se esfumaban los posibles pretendientes, para madre la luz del mundo se apagaba, y para padre ya no hubo bastante vino en el pueblo y se marchó. Nunca supimos dónde.

Pero nuestro querido hermano estaba preso y cada semana íbamos a verle al penal. Cuando salió de allí parecía un extraño, tenía la mirada perdida y apenas hablaba. Luego ocurrió lo peor.

Por entonces decidimos instalarnos en Córdoba, vendimos las tierras y la casa del pueblo y abrimos un taller de costura en la ciudad. Pepín era como un alma en pena, vagaba por la casa y sólo salía a la calle al atardecer. “No quiero que me reconozcan”, pretextaba, y salía a deambular.

Uno de aquellos días desapareció una vecina, las tiendas del barrió se llenaron con su fotografía. La policía vino a preguntar, pero no sabíamos nada. Registraron la casa y se marcharon. Días después volvieron y se llevaron a Pepín. Todo ocurrió muy rápido, apenas pudimos reaccionar. Cuando llegamos a la comisaría lloraba como un niño asustado y gritaba que era inocente. Hubiera querido que fuera cierta su inocencia, pero sabía que había sido él. Nos explicaron que habían encontrado en su cuarto un pañuelo con restos de sangre de la mujer desaparecida.

Acabó confesando y contó que solía entrar en casa de la vecina para verla dormir, aquel día se retrasó y la esperó dentro de un armario, cuando llegó salió con sigilo y la golpeó con la navaja. No murió, pero tenía una herida en el cráneo y usó un pañuelo para evitar que se derramara la sangre. A la fuerza la llevó hasta las afueras y cerca del río la asfixió y arrojó el cuerpo al agua.

Fue condenado a treinta años de cárcel. El mismo día que ingresó en prisión madre hizo desaparecer cualquier recuerdo suyo y dijo que nos marchábamos de Córdoba para no volver.

Han pasado más de veinte años y durante este tiempo hemos vivido de espaldas a lo que ocurrió, era demasiado doloroso saber que nuestro niño adorado fue un asesino.

Me gustaría cambiar el final de la historia, que todo hubiera sido distinto. Pero no puedo, ahí está esa fotografía de cuando vivíamos con él.

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