Veinticinco de Diciembre: único día del año en que todos volvemos a casa. Abajo, en la calle, voces discutiendo. O puede que no: es un idioma duro. Inmigrantes rumanos o ucranianos, del Este, eso seguro. Aquella calle siempre fue de inmigrantes. Sólo que los inmigrantes éramos nosotros. Forasteros. Entonces las distancias eran otras, y del pueblo a aquel barrio había tanta distancia como la hay ahora desde Rumanía o Ecuador.

  • -El otro día me encontré al Alemán – comenta mi hermano – Me preguntó por ti. Acaba de salir –

Al Alemán lo conocí en la calle. Le llamaban así porque tenía un pastor alemán. O tal vez porque su padre había sido inmigrante en Alemania. Sea como fuere corrían sobre él las más diversas historias y la simple mención de su nombre hacía que un cosquilleo de miedo nos recorriera. Decían que el Alemán y su perro eran un solo espíritu, que a un gesto suyo podía atacar a un hombre y matarlo de una sola dentellada. Y aún peor, que amenazaba con él a las chicas para llevárselas luego al descampado. No sé si sería cierto o no, entonces nos gustaba contar historias. Historias a cuál más exagerada, que nos dejaran con los ojos abiertos y el corazón en un puño, que nos hicieran olvidar nuestras tristes vidas de sopa de avecrem.

La calle era larga y estrecha como su nombre: Maestro Priego López, y como su nombre tenía tres tramos. Mi tramo colindaba con el descampado, el final de la ciudad. Pero incluso ahí, en la última frontera, había dos pandillas: la de los buenos y la de los malos, siempre a la gresca por el control de las columnas que había justo en medio de la calle.

Las siete columnas eran el bajo del edificio enfrente de mi casa. Ahora hay un gimnasio de artes marciales y una inmobiliaria sospechosa. Pero entonces eran las siete columnas: un espacio amplio y diáfano donde había siete columnas perfectas, redondas y estriadas como un humilde templo de hormigón. En los lados más estrechos dos bancos de piedra servían de asiento y de confesionario, de altar o de podium. En verano, esos largos y calurosos veranos del Sur, las columnas resultaban frescas y húmedas. En invierno, aunque lloviera, se podía jugar al balón. Yo pasaba muchos ratos allí, antes de que bajaran los demás, escondida.

Como aquel día. Yo sentada en el banco de la izquierda, en la penumbra, segura de no ser vista. Pero Sultán me olió. Avisó a su dueño con un gruñido sostenido. Vi la silueta del Alemán recortándose al trasluz. Alto, fuerte, poderoso, más imponente aún desde mi rincón.

  • -Tú eres Eva, ¿no?

Yo era Eva como él era el Alemán. El día de mi primera regla pilló a mi madre en fase maníaca y sintió la necesidad imperiosa de compartir abiertamente tan relevante acontecimiento. Se lo contó a Rosa, la panadera. Rosa a la mujer del frutero. Esta lo comentaba con Reyitas, la mercera, mientras seguía atendiendo a Carmen, la madre de Rafa, que ayudaba en ese momento a su madre con las bolsas sin perder detalle. El se encargó de difundirlo. Era Sábado. El Domingo yo ya era Eva, gracias a aquella marca de compresas. A aquellas edades eso era una noticia tan digna como los lances del Alemán.

-No – contesté rotunda.

Sultán volvió a gruñir. Recordé las historias sobre él. Puede que en otro momento hubiera podido amedrentarme, pero no en aquel. No es fácil asustar a quien ha superado su capacidad de sentir dolor. Llega un momento en que la única forma de sobrevivir es aceptar que puede suceder cualquier cosa, por terrible e injustificada que parezca. Y cuando sucede, pese a todo, al día siguiente despiertas y sigues viva. Aunque sientas que tal vez seguir viva no sea el mejor desenlace. Todo eso pensaba mientras miraba al Alemán. Pero no sabía cómo explicar todo aquello, nunca he sabido.

El Alemán se acercó, dejando así que un inesperado haz de luz me iluminara el rostro. Imagino que aún habría rastro de señales. Su expresión cambió. Debió de ser en ese instante cuando vio la Marca. Como yo percibí la suya, aún más oscura e insondable. Pude sentir mil pensamientos atropellándose en su interior.

En ese momento mi madre llamó gritando desde el balcón.

Entonces sí, me invadió el pánico. El miró sorprendido a aquel balcón, luego a mí y luego otra vez a la figura delgada y morena de mi madre, que repetía frenética mi verdadero nombre.

-¿Ha sido ella? – afirmó más que preguntó, señalando mi cara.

Pero yo ya no le escuchaba, ya solo existían mi madre y el miedo. Lo aparté.

– Me gusta más Eva – dijo a modo de despedida.

– Pero me llamo Soledad. – contesté antes de salir corriendo.

Ese mismo día, al anochecer, contó en el barrio que yo era su novia. Nadie en la calle volvió a llamarme Eva. Sólo él.

No lo veía mucho. Andaba siempre entrando y saliendo del reformatorio. Entonces no había Asuntos Sociales. La última tarde al despedirse me dio nuestro único beso. Un beso dulce y sencillo. Un beso de adiós. Supongo que ya había aceptado lo que tenía que hacer.

Aquella noche mató a su padre. Todos saben por qué. Aquello era algo que tenía que pasar tarde o temprano. No fue a sangre fría. Le dio una última oportunidad. Esperó con todas sus fuerzas que por algún designio divino aquella noche no llegara borracho. Y que si llegaba, no le gritara. Y aunque gritara, que no golpeara a su madre. Ni a su hermano. Ni a él. Pero aquel fue uno de tantos días y todo sucedió como habitualmente. Sólo que aquella vez fue la última.

Sonreí. Acaba de salir de la cárcel. Como yo del hospital. Pero hay lugares de los que no sales nunca. Como de aquella calle, de aquel verano. De aquella Soledad.

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