Eran mediados de los 80’ y todas llevaban el pelo corto. Lady Di había impuesto la moda, al igual que Carolina de Mónaco. Varias de mis amiguitas se llamaban así, aunque en ese tiempo sólo podía decir “Calorina”. Está demás comentar, que no a todas les venía ese peinado, pero contrarrestado con sus rostros de veintipocos años, la verdad daba lo mismo.

Esta es la familia que recuerdo: abuela, mamá, Hugo, Claudia y Lula. Los veía tan jóvenes que nunca les dije tíos. Eso era cosa de viejos. Ellos en cambio, escuchaban buena música y bailaban. Con ellos conocí a The Cure, Duran Duran, Depeche Mode, A-ha, entre otros. Y pese a que estaba de moda Madonna, yo me ponía pañuelos en la cabeza y bailaba como loca creyéndome Cindy Lauper. Ella era total. De adulta entendí que como estábamos en dictadura, la mayoría de la música que dejaban entrar era de Reino Unido.

La familia de padre, madre e hija, la tengo bloqueada en mi mente; o quizás fue tan breve en el tiempo, que los recuerdos son casi insignificantes. Únicamente, me veo a mí sola en una gran extensión de césped con caballos y pequeñas acequias. Lo más probable es que hayan estado cuidándome. O sólo sea una imagen inventada, de esas para rellenar. El asunto, es que de un día para otro, me vi en Viña del Mar con esta gran familia, que me parecía por lejos, mucho más entretenida que la del resto de mis amiguitos.

En la fotografía, están mi madre de piernas cruzadas y cigarro en mano (en ese tiempo era cool fumar); mi abuela con uno de sus infaltables vestidos; mi tía Lula, la única casada y que venía de visita desde Santiago; la Claudia de diecisiete años haciendo por segunda vez tercero medio. Abajo, Hugo, de pelo negro, crespo y muy orejón; y luego yo, de cuatro años, sentada en sus piernas, con la cabeza apoyada en una mano como dándomelas de vieja chica.

Una vez separada, mi madre, muy joven, soñadora y licenciada en filosofía, tuvo que trabajar en lo que fuera. Nunca entendí bien lo que hacía mi tío Hugo, pero trabajaba en el frigorífico Barón, así que casi siempre comíamos pescados y mariscos. Mi abuela me cuidaba, y la Claudia me peinaba haciéndome unos moños bien tirantes para ir al colegio. Los fines de semana estaban todos en la casa, comíamos pollo asado con papas fritas, tomábamos Coca- cola y veíamos Sábado Gigante o el Japening con Ja. Por las tardes, la Claudia y Hugo se arreglaban para ir a sus fiestas, pero como había toque de queda, por lo general, llegaban al día siguiente. Entonces yo era feliz, porque me liberaba de los moños.

Mi tío Hugo, aunque estuviera con resaca, igual me sacaba a pasear. A veces, me llevaba al cine, y yo veía Los pitufos mientras él dormía. Cuando la sala quedaba vacía y ya no habían más letritas en la pantalla, lo despertaba. Si bien, él no era muy agraciado, tenía siempre de dos a tres novias, porque yo creo era muy chistoso. En ocasiones se le juntaban, y entonces partía mi mamá o la Claudia a distraer a la que tocaba el citófono; mi abuela conversaba con otra en el living, mientras mi tío paseaba, tranquilamente, con la de turno por la Av. Perú. A mí no me importaba que tuviera muchas novias, porque así yo paseaba más.

Mi tía Claudia también tuvo varios novios. Mi abuela me encargaba ir a vigilarlos. A veces, los veía besándose apasionadamente, mientras los espiaba desde el pasillo; luego me sorprendían y se reían. Entonces yo le pedía a Marcelo (que fue el más eterno), que me hiciera figuritas de plastilina. Él era muy inteligente, estudiaba ingeniería en la Universidad Federico Santa María. Una vez que nadie podía ir a una de mis reuniones de curso, fue él y en la rifa se ganó una bandeja de huevos.

Cuando iba a las casas de mis amiguitos, sus padres, casi todos marinos, me preguntaban qué hacían los míos. Yo les decía que estaban separados, que mi mamá era filósofa y mi papá escultor, y veía cómo se les transformaban sus caras en desconcierto. Menos mal no me preguntaban por Dios, porque ¿cómo les explicaba que en mi casa podían creer en uno, varios o ninguno. Que podían ser energías del universo o de nosotros mismos, o que todo o nada podría ser posible? Mi mamá me sugería no hablar de religión ni política. Lo único que yo sabía, era que me daban terror los carabineros y que me paralizaba cuando en el cumpleaños de algún compañero de colegio, veía una gran fotografía donde aparecía su padre vestido de militar abrazado con Pinochet.

Pasaba el tiempo y continuaban las preguntas de los padres, sólo que ya se volvían incómodas. Al parecer, mi familia y yo éramos un misterio para los vecinos. También comencé a entender que no éramos una familia convencional ni mucho menos “una familia bien constituida”, como estaba tan de moda decir.

A mis catorce años, ya había llegado la democracia a Chile, mis tíos se habían casado, y con mi madre y abuela nos fuimos a Santiago. Ahí me explotó la crisis existencial típica de la edad y todo el cuestionamiento del por qué mi padre nos había abandonado. Con la cara llena de lágrimas, mi mamá buscó una cajita que tenía algunos recortes de diarios clandestinos y me los pasó. “Nuevo hallazgo: hombre torturado, fusilado y arrojado en acequia, a los faldeos de la cordillera de Los Andes”, fue lo que leí sin entender o más bien sin querer entender. Mi madre lloraba y me miraba mientras sentía que mi corazón, mi cabeza y mi cuerpo latían pesadamente y se disolvían a la vez. “Él nunca me delató, porque quiso que te criaras conmigo y te viera crecer”, me dijo. Nos abrazamos y en ese momento reventó mi burbuja.

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