Comencé a sentir miedo, pero no divisaba el peligro. El camino era largo y polvoriento, atardecía, y el único caminante en cientos de kilómetros era yo. Primero pensé en levantar el vuelo, desde lo alto podría ver mejor el entorno, pero divisé una roca a la orilla de la carretera que podría darme refugio. Me escondí tras ella. Allí agazapado me di cuenta que estaba como delirando, ¿cómo podría volar? Era humano, no un ave, y el miedo se depositó en mis huesos. Entonces apareció mi abuelo.

—Bo día, como estás fillo.

—Bo día, avó, estou ben e ti.

Me vi pequeño, pero sabía que era adulto, y agarré sus manos callosas y fuertes; y seguimos por el camino interminable, pero juntos. El temor se disipó, me sentí protegido. Creí estar en una España vieja, pero no olvidada.

Cuando desperté, corrí literalmente al cajón de las fotografías y tomé con amor la de mis abuelos paternos. Toda la carga emocional que sufrí el día de su fallecimiento se me echó encima. Hacía veinte años no soñaba con el. Habían pasado treinta y cinco años desde su muerte.

Mi abuelo nació en febrero de 1899, cerca de la bahía del Ferrol. En una Galicia pobre y en ruinas. Murió en Cuba, en La Habana, en un barrio llamado Juanelo. Fue también en febrero, pero del 1989.

Mi esposa me llamó al trabajo; el viejo venía hacía un mes algo enfermo, indispuesto. Salí apresurado al parqueo para buscar mi motocicleta e ir a su casa antes de que llegara el médico, abuelo había muerto en su cama y quería darle la despedida. Me senté junto a él.

Siento mi voz de crío contestándole y me llega como brisa fresca su risa, su expresión pícara ante aquellas mal pronunciadas palabras en gallego.

—O día é fermoso.

Lo miro y me llegan aquellos tiempos de intimidad, llevándome de la mano por las calles de la ciudad habanera. Sus manos hechas al trabajo duro, y su conversación trasladándose a un mundo que no conocía, pero de alguna manera me pertenecía también. Conocí por sus narraciones a los antiguos celtas, sus sacerdotes druidas, sus facultades mágicas y su aldea. Mi abuelo decía que su pueblo olía a monte, a campo, a mar, y también a mugre y a hambre. Que la bahía del Ferrol, con sus serenas aguas, lo perseguía siempre. También recuerdo que no resistía a los curas —Aves de rapiñas— Los catalogaba, y continuaba sus charlas, más que conmigo, en un monólogo, con ese deje galaico que no se me olvida. Su familia fue una casta de magos —decía— Fueron capaces de sobrevivir casi sin comida, de reír y engendrar dos niñas y tres varones, pero como fui el último en llegar al mundo —Y lo enfatizaba— me tocó ser el primero en abandonar el terruño.

Nunca más vería a su tierra, pero España no saldría de su corazón. Perseguía como una bala a su víctima una publicación que se llamaba Carta de España, y la leía ávido de saber de esa tierra que dejó atrás junto a sus seres queridos. Había huido de la guerra contra los moros —decía— Con solo 18 años abordó un barco carguero. Su familia así lo había decidido; un cocinero amigo lo metería de polizón en el barco que con rumbo a La Habana, partiría un día soleado de primavera. Huía del Servicio Militar Obligatorio. No sé si salió del puerto de Vigo, toda esa historia está nublada. Abuelo hablaba mucho de España, de Galicia, de Cuba, pero de su vida pasada solo reflejaba en su rostro la nostalgia de la separación.

Recuerdo a veces episodios aislados. Lloró muchísimo al recibir la mala noticia de la muerte de su madre, y fue un día de abatimiento en la casa. Era a la sazón yo muy pequeño, pero recuerdo sus sollozos. Aquello me entristeció y siendo un niño, lloré a la bisabuela que no conocí. Quizás corría el año de 1956. Fue cuando mi abuelo trabajaba en una ferretería famosa; manejaba un camión de volteo Torton Ford de 1947. A mi me parecía inmenso, pero él repetía que era de los pequeños. Disfrutaba los viajes cuando me llevaba a descargar arena en la casa de algún comprador. Pero ahora ya no me contaría nuevas historias, a sus 90 años partía de nuevo a enfrentar lo desconocido.

Trato de recordar más detalles del sueño, ¡aquél sueño! Sé que abuelo era bastante joven y que había salido a buscarme; él siempre sentía mis turbaciones y me protegía. La visión onírica coincidía con un evento trascendental de mi vida. Faltaban días para que me convirtiera en emigrante. Partiría de viejo a reunirme con mis hijos que años atrás habían partido buscando mejores oportunidades. Y allí estaba él, caminando por las gastadas calles polvorientas de su Galicia amada, pero atento a mis miedos. Fue un sueño extraño y reconfortante.

Ha pasado mucho tiempo de esa mítica visión. Hace años soy abuelo, mi madre murió y yo estaba en tierras lejanas, como para que la historia se repitiera de nuevo. Y pronto, cuando el momento llegue, mi abuelo vendrá a buscarme para guiarme por el camino perpetuo que los humanos recorremos cuando abandonamos la mansión del cuerpo. Iré sin miedos.

—Ven un buscame avó.

—Estou aquí o meu neto.

Y su sonrisa pícara envolverá mis ansias de verlo, y de tomar sus manos protectoras.

Quisiera que así fuera.

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