No, no era de noche, así que las luces del estadio no trabajaban para iluminar con sus esfuerzos. La calle deshabitada de autos, como siempre, hacía las veces de terreno de juego. El árbitro, o ese personaje de la mitad de la cancha, le dio inicio al juego, aunque el partido se inició antes porque nadie le prestó la atención debida ¿Cómo iban a respetar a alguien tan injusto? Pese a eso, advirtió que se jugase limpio porque el último encuentro no había terminado muy bien que digamos (por decirlo de alguna forma). “No se peguen patadas”, concluyó. En fin, el partido comenzó, y como todos los partidos, los equipos se iban acomodando en el espacio. Desaceleraban las primeras euforias porque colisionaban inevitablemente a toda velocidad. Las reglas parecían no estar claras para los jugadores, acaso la previa al partido, los rencores del pasado, la época del año (todo al fin y al cabo) hubiese generado un caldo en donde todos se mezclaban con todos, desordenados, pegajosos, chocadores.

Los gritos desde afuera de la cancha parecían frases alocadas, como evocando los sueños hechos euforia de los hinchas, que bramaban cual fieras, como queriéndose meter en la cancha. Los buenos hinchas, discutían situaciones imaginarias, cambios tácticos, los dones de los jugadores, lo que había sucedido en el colegio, etc. Sólo dos jugadores se destacaban de los diez en total. Tenían, cómo decirlo, un pedazo pequeño de talento.

Fue un partido peleado más que entretenido, peleado más que jugado. En fin, peleado. Las estrellas caían en el asfalto dejando heridas de una batalla que no daba tregua. Las rodillas y los codos, desentrañaban la fiereza del combate. La pelota, entre pozos y charcos, sacudía agua tan sucia como los pequeños rostros transpirados. Parecía que el partido encendía sus grandes sueños infantiles. La cantidad de goles, pese a todos los esfuerzos buscados, fue apenas de dos. Uno para cada equipo. El honor de todos parecía estar en duda.

Llegó el final del partido a toda velocidad porque el sol ya no estaba y tampoco la luz era buena. Otra situación brusca, ocasionó una discusión casi eterna. Un jugador había caído dentro del área. Finalmente, y gracias a la presión de aquellos que pretendían obtener el regalo que implica un penal, la discusión se resolvió sancionando la falta. Repito, era el último momento del partido. Todos estaban extenuados y eso solo podía significar que era la definición del encuentro. Por supuesto que eso también acarreó una asamblea. No importaba el reloj, como dije, el árbitro era un personaje imaginado nada más. Lionel, se paró ante la pelota (sucia, mojada y desgajada) y la besó. Sí, la besó. Un asco. El Can Nou, arengaba, brillaba. El 10 sentía una presión inusitada, nueva. Sabía que era el mejor, sabía que si metía el gol el partido terminaría definitivamente con la suerte de que su equipo sería el ganador al fin. También sabía que a partir de allí, de ese momento, su vida cambiaría. Lo imaginaba, y con eso bastaba.

No, no era el estadio del Barcelona; el público era exiguo; Lionel no era Messi; no se jugaba La Liga. Solo era un partido en la calle de siempre, en la menos poblada del barrio, la calle de los pozos eternos y esféricos. Todos, jugándose un sueño: Convertirse con el paso del tiempo en futbolistas profesionales. Pero Lionel, soñaba también con ayudar a su familia y vivir en una casa como la de Juan que vivía a una cuadra. También soñaba con un trabajo, pero de futbolista claro ¿Acaso sabía Lionel algo de economía, el déficit en la balanza comercial, el PBI? ¿Acaso le había explicado alguien por qué vivía en la calle?

El penal fue certero, lento, pero efectivo. Es decir, fue gol. Como en una final del mundo, no importaba cómo, pero el equipo de Lionel había ganado. Si bien no había una copa para alzar en la vuelta olímpica, los rostros de los ganadores se iluminaban a granel, mostraban sus caras embarradas, sus muecas, sus risas. Saltaban, gritaban, se abrazaban. Luego, se frenó la euforia, la adrenalina. Todos volvieron a sus casas. Lionel dio unas vueltas para despistar a sus amigos, nadie conocía su casa. Él, siempre se iba último y no había invitado a tomar la leche a ninguno. Cuando todos se fueron terminó arrimándose a su espacio de la calle favorito, ese rinconcito donde dormía tapado con unas mantas, aguantando el viento, la lluvia, la noche; la niñez. Bostezó por última vez en el día y sonrió recordando el penal del título obtenido en el partido que se había ido detrás de él. “Los mejores del barrio”, ahora portarían esa responsabilidad hasta el próximo partido, es decir, hasta mañana. Y gracias a su gol, como Messi. Ya de grande, Lionel tenía otros sueños en la alcancía. Pasaba por su calle preferida, aquella en la que jugó tantos partidos de fútbol, y pensaba, que aún en esa pobreza, el fútbol los igualaba a todos porque en la cancha, siendo rivales o compañeros del mismo equipo, todos eran futbolistas.

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