La suave pulpa de los duraznos maduros

La suave pulpa de los duraznos maduros

Judith Armele

26/11/2018

Ese verano tu nombre fue vetado en la familia, tu cara fue borrada y tu persona erradicada. Ese verano en que mi prima sacó fuerzas de su anoréxico cuerpo como un último recurso de sobrevivencia, y vomitó el odio, la vergüenza, el asco que habías provocado, tú desapareciste de nuestras vidas.

Cada nueva temporada de playa, los dormitorios de mi casa se superpoblaban y los espacios se reducían con regocijo al recibir a la familia. Tíos, tías, primos y primas que llenaban la casa de alegría, unión, charlas, juegos, risas. El verano era para mí, la arena intrusa entre los dedos de los pies; el sabor salado de la piel tostada; la casa llena; carcajadas hasta la madrugada, abrazos por la mañana, tardes compinches; la Navidad con muchos regalos bajo el árbol, paquetes que antes habían estado escondidos por la casa y que los niños nos habíamos dedicado a buscar e intentar descifrar qué escondían, entre risas, desafíos, y el nerviosismo excitante de lo prohibido y oculto. Era también la agradable sensación de la carne tierna y sabrosa de un exquisito durazno maduro en la boca. Pero el jugo de los duraznos tiernos manchaba y esas manchas no salían.

Éramos tres primas y tú. Tú, el que siempre estabas presente para llevarnos y traernos, acompañarnos y malcriarnos. Tú, que no levantabas la voz para nada, que siempre estabas tranquilo, calmo, apacible. Nosotras éramos esas niñas que te rondaban, a las que les dabas todo cumpliendo tu papel de tío de libro de cuento, el tío solterón que consentía a las sobrinas; el que las llevaba por un helado cuando a ellas se les antojaba, el que cumplía todos sus caprichos. Nosotras éramos esas niñas y tú eras ese tío que poco a poco dejó el personaje de libro de cuento para encarnar otro, menos afable, más complejo.

La primera en dejar atrás el peinado de dos coletas torcidas fui yo. La primera en sentir el suave cosquilleo de tus manos en mis muslos, ¿también fui yo? No lo sé, no sé si fui la primera, pero para mí esas sensaciones se fueron transformando año a año, verano a verano. Competía con mis primas por ti, por que me eligieras a mí y lo hacía sin saberlo, con la estúpida inocencia enfangada por el placer que esas suaves caricias me provocaban. Los otros, los grandes, no se daban cuenta de nada. Pero, al fin y al cabo, siempre es así, ¿no?

Me imagino que habrás pasado de una a otra; las edades irían marcando tus preferencias porque quizás la piel de la adolescente ya formada no te atraía tanto como la de esa niña que comenzaba a dejar de serlo. Lo que más recuerdo de ti son tus manos. Ese tipo de manos que ahora me desagradan, me causan rechazo porque desprecio lo que me hacían sentir. No sé qué enrevesadas telarañas se escondían en tu ser y nunca lo sabré. No sé qué sentías. ¿Acaso culpa? ¿Remordimiento?

Por mi parte, si en algún momento en aquel entonces llegué a discernir que algo estaba mal, no lo recuerdo. No tengo memoria de mis pensamientos, sólo de mis sensaciones: mi extraña atracción hacia ti, mis celos, mi culpa. Llegué a pensar que yo las tendría que haber salvado, a ellas, a mis primas, a mis amadas rivales; al fin y al cabo, era la mayor. Yo te veía cada verano, pero ellas convivían siempre. Yo competía con ellas sin saber la suerte que tenía de tenerte lejos la mayor parte del año. En mi idiotez, en mi estúpida mente de niña, envidiaba a mis primas por tenerte siempre cerca. En la realidad, en la más asquerosa y devastadora realidad, ellas se llevaron la peor parte.

Ese verano, el verano en que desapareciste de nuestras vidas, años después de que fuéramos tus muñecas de juguete, mi prima, como un último recurso para luchar por su vida y su felicidad, con una valentía que forjó su carácter, contó todo. Yo no sé qué contó porque no sé qué es ese todo, sólo recuerdo la pregunta de mi madre y mi respuesta: «Sí, también.» Nunca más te nombramos, nunca más se habló de ese tema, como si al evitar mencionarlo se lo pudiera borrar de la línea de tiempo moldeada por la realidad, como si la comunión que nos unía no fuera innegable.

Yo sigo intentando disfrutar el sabor dulce de la suave pulpa de los duraznos estivales. Pero su jugo mancha y esas manchas no salen.

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