Con gran esfuerzo fue pisando cada uno de los escalones que lo llevarían a su apartamento en el cuarto piso.
¡Cómo se les ocurre hacer el mantenimiento del ascensor justo en este momento que vengo de comer! pensó, jadeando, cuando llegó al primer nivel, al descansar sus ciento cuarenta kilos.
Continuó su odisea al segundo piso muy despacio, un peldaño, otro peldaño, sosteniéndose del descansabrazos. El corazón le estallaba en la cabeza. Buscó en la bolsa del pantalón su pañuelo y se secó el sudor de la cara. Se arrepintió de haber iniciado el ascenso, apenas llevaba la mitad. Pensó que debió haberse ido a algún lugar a esperar que arreglaran el elevador. Ahora ya no había nada que hacer.
Tenía que seguir.
Cuando llegó al tercer piso le costaba trabajo respirar. La camisa mojada la sentía pegada a la espalda, el sudor le resbalaba por la barbilla, unas gotas cayeron al piso. Y si toco en alguna de las puertas, pensó. Tal vez me puedan auxiliar, es malo hacer ejercicio después de comer, me voy a asfixiar con el esfuerzo, y necesito agua.
Descartó la idea recordando a su vecina de abajo. Temió que se burlara de él y le cerrara la puerta en la cara.
¡Un piso más!
Con cada paso imaginaba que se merecía un premio.
Una bolsa de Cheetos, pequeña, claro, era solamente un escalón. Una quesadilla. Una torta cubana. Una rebanada del pastel de chocolate que sobró de la cena. Dos bolas del helado de pistache que había en el congelador.
Repasó todo lo que había y aún no llegaba a su destino. Pensó que tendría que pedir una pizza para la cena.
Con la mano temblorosa abrió la puerta y por fin entró a su casa, resollando y completamente empapado. Fue directo a la cocina, abrió el refrigerador, tomó la botella de dos litros y se sirvió una Coca Cola. Luego sacó de la alacena una bolsa de papas fritas. Cogió una toalla, fue a la sala, exhausto se dejó caer en el sillón, prendió el televisor y se secó el sudor, el de la frente y el que le escurría por las mejillas.
En el noticiero estaban entrevistando a unos manifestantes que hacían una ridícula huelga de hambre: tres tipos locos que se pusieron a dieta pretextando estar inconformes con el gobierno porque no actuaba radicalmente en contra de los alimentos que llamaban genéticamente modificados.
Cuando se dio cuenta que se estaba llevando a la boca la última papa de la bolsa, cerró los ojos y sintió su estómago vacío. Tan vació como lo han de sentir ellos, pensó. Imaginó que estaba siendo solidario, sacrificándose para apoyar la misma causa.
Satisfecho con su conclusión, regresó a la cocina, comió unas cucharadas del pastel y luego otras más del helado de color verde. Tal vez podrían llegar a entrevistarlo esta misma noche por apoyar la inconformidad, pensó, debería de arreglarse un poco. Al llegar a la recámara se vio tentado a recostarse.
Se quedó profundamente dormido con la conciencia tranquila.
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