Al mal tiempo, buena cara

Al mal tiempo, buena cara

Mi padre era un hombre de sonrisa fácil. No la perdía a pesar de los problemas y las dificultades, que a veces eran muchas. Pero siempre procuraba ser amable, generoso y cariñoso con todo el mundo, fuera conocido o solo lo hubiese visto una vez en su vida.

Antonio, que así se llamaba, era un hombre que nació en Madrid, por la zona de Chamberí, y se crió en una calle llamada San Opropio, calle que desapareció hace muchísimos años. De pequeño era un niño muy curioso, algo trasto y muy glotón.

Sobre estos dos aspectos, tiene dos anécdotas muy graciosas. La primera es que además de curioso, era un poco inquieto, y en una de las ocasiones, bajando de cuerpo entero por la barandilla de la vivienda donde habitaba con sus padres y su hermano, calculó mal y se cayó, con tan mala suerte que se partió el labio. Papá para intentar enmendar su error, dijo que la culpa fue del perro de la señora Patro que se le había cruzado. Hubiese sido mejor para él que hubiera culpado al chachachá. La tal Patro en cuestión era la típica mujer más pendiente de la mirilla y del vecindario, que de cuidar su casa y ver si se le quemaban las lentejas que estaban en el puchero. Pues bien, esta señora salió en ardua defensa de su perro, soltando sapos y culebras sobre aquel renacuajo de 6 años de ojos enormes. Y claro, el cuadro era digno de verse: mi padre sangrando, Patro soltando su alegato en defensa del canino y la madre de papá, mi abuela Emilia, en un estado de indignación tal, que ni los manifestantes contra el maltrato animal. Al final mi abuela zurró con la zapatilla de andar por casa a mi padre desde su vivienda, hasta la casa de socorro. Si lo llegan a ver en la actualidad se hace viral en YouTube. O la denuncian, quién sabe. Pero hay más.

He comentado antes que papá era un poco glotón. Le gustaba comer de todo, pero la leche era su debilidad. En esa época, a principios de los años 50, los productos se adquirían a granel. Pocas cosas venían empaquetadas y se tenía que ir a diario a comprar algo. Pues eso sucedía con la leche. Al ser fresca y no presentar tantos conservantes, se consumía rápidamente. Papá era casi siempre el encargado de bajar a por ella. En casa tenían una lechera con una capacidad de 1 litro aproximadamente. Mi abuela Emilia, que era muy observadora se daba cuenta de que la lechera, venía cada vez más vacía pero la dependienta le cobraba lo mismo. Un día que se encontró el recipiente por la mitad, bajó a la tienda bastante mosqueada preguntando que cómo era posible que cada vez echara menos cantidad de leche por el mismo precio. La mujer, que también se las traía, le dijo claramente: “¿Has visto a tu querido Antonio beberse la lechera por las esquinas? Que le veo yo, señora Emilia, que parece que le va la vida en ello”. Imaginaos el enfado de mi abuela y la vuelta al episodio de la zapatilla, en este caso dentro del hogar, no por la calle.

Papá siempre contaba esas historias muriéndose de risa y con mucho cariño. Sabía que era un trasto y que tenía poca picardía. Si unes a eso el mal pronto de mi abuela, se rifaba una zapatilla en ristre a la primera de cambio.

Mi padre tuvo una vida sencilla, siempre tenían algo para comer y compartir entre sus padres y su hermano, a pesar de lo mal que lo pasaron en Madrid durante la posguerra. A pesar de eso, mi padre fue un niño sonriente y cariñoso que creció feliz, aun quemándose su vivienda y luchando por las calles de la ciudad por un hogar y no dormir en la calle…

Mucho tiempo después, sus padres murieron, él se casó y tuvo dos hijos: a mi hermano y a mí. Con el tiempo y determinadas circunstancias la relación con su hermano, se fortaleció. Uno de los rituales o costumbres que más le gustaba, era quedar por las tardes con mi tío Baltasar. Tan diferentes, pero en el fondo eran una piña. Mi padre vivía en Hortaleza y Balta vivía en Getafe, y solían quedar en Nuevos Ministerios para coger el Cercanías para ir a la cafetería del hospital Ramón y Cajal para tomar un refresco. Solía decantarse por un Aquarius de limón y algunas patatas fritas que le regalaban los camareros del bar del hospital. Papá era conocido por todo el mundo, querido y admirado. Por su perpetua sonrisa. Sonrisa que se ve en la foto que adjunto.

La fotografía fue tomada en esa misma cafetería que os cuento, donde era feliz con su hermano y esa gente. Salir de casa era un alivio para él, su distracción, su carga de energía.

Muchas veces, cuando tenía un hueco solía acompañarle a dar un paseo, sobre todo por el centro donde también le apasionaba caminar. Íbamos por la Calle Arenal y terminábamos en El Niño del Remedio, una pequeña ermita situada en la Calle de Los Donados. Nos quedó pendiente tomarnos unas bravas en el bar “Las bravas” en la Calle de Espoz y Mina. Quedaron muchas cosas pendientes, en realidad. Se fue pronto, con 71 años.

Mi padre, mi pilar, la alegría de la casa. Quien con una mirada sabia cómo estaba. No soportaba verme llorar y siempre me hacía reír. Pero no solo a mí. Él siempre ofrecía una sonrisa al mundo y que, con dificultades o sin ellas, intentaba hacer más agradable la vida de quienes e rodeaban. Él me decía: “Sandra, al mal tiempo buena cara. El problema existe y se debe solucionar, pero por ir con la cara larga no se adelanta nada”.

Esa fue una de las múltiples cosas que él me enseñó.

Gracias por tanto papá, gracias.

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