Puede parecer pretencioso que os cuente mi vida como una historia de superación, porque mi enfermedad es de las que nunca se superan. Siempre permanece al acecho, esperando poder asaltarte de nuevo en un momento de debilidad. No sé si algún día lograré superarla por completo. Pero lo que sí he conseguido, es superar todo el odio que me generaba.
Ya no recuerdo muy bien cómo comenzó todo. Quizás empecé odiando a aquellas chicas guapas que veía en las revistas y en la televisión. Tan perfectas. Tan delgadas.
Odiaba a las chicas del instituto con un cuerpo más esbelto que el mío. Odiaba a mis amigas si proponían que quedásemos en una hamburguesería, o ir a tomar un helado por ahí. Odiaba a mi abuela y sus comidas de los domingos. Potajes y postres que me obligaban a buscar excusas de forma continua para evitarlos, mientras mi abuela no dejaba de hacerme reproches. Odiaba a mi madre por su forma de cocinar, y por su incapacidad para comprenderme.
Más tarde odié a mi médico cuando les dijo a mis padres que lo mío era un tema muy serio al que debían enfrentarse. Odié a Maite, la especialista a la que me derivó. Odié sus intentos continuos para conseguir que viese la realidad y comprendiese que aquella obsesión podía llegar a matarme.
Pero sobre todo, me odiaba a mí misma. Incapaz de mirarme al espejo porque no soportaba lo que veía. Incapaz, durante mucho tiempo, de mirarme a los ojos.
Han pasado muchos años y he conseguido dejar de odiarlos a todos. Ahora comprendo que muchas de aquellas chicas de las revistas también pasaron por un infierno como el mío, persiguiendo una perfección que era ficticia. Dejé de odiar a mis amigas y a mi familia al descubrir cuanto les hice sufrir por culpa de aquella obsesión. Entendí que Maite no era una enemiga, tan sólo alguien que quería salvarme de mí misma.
Y conseguí dejar de odiarme. He aceptado que nunca seré perfecta, pero sobre todo, he comprendido que no lo necesito para ser feliz.
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