Había pasado casi un año desde que no había vuelto a casa de mis padres. Tarde un par de minutos en sacar las llaves del bolso porque sabía que detrás de esa puerta no encontraría ese hogar cálido en el que me crie.
La última vez que había atravesado esa puerta lo hice de una manera rápida, como huyendo de un enorme monstruo a punto de atraparme. Ni siquiera mire al balcón, como solía hacer cada vez que me alejaba de nuestra calle, porque sabía que la sonrisa de mi padre no estaría esperando para saludarme con su mano como lo hacía siempre.
Un año y medio antes dos despedidas inesperadas habían cambiado mi vida por completo. Mi padre y mi hermano habían fallecido repentinamente. Ambos habían elegido la misma estación, otoño, pero diferente día. El calendario de ese año suspendió el tiempo de esa casa que hasta entonces había sido un hogar.
Ahora solo era una casa fría con un silencio ensordecedor en la que vagaba entre fotos y recuerdos que me apuñalaban a cada paso con el frio filo del cuchillo de la nostalgia.
Recorrí toda la casa intentando evitar llorar, pero cada fotografía de esas personas sonrientes, provocaba en mí la misma sensación que provoca la cara de un arlequín triste.
Me costaba reconocerme entre las personas sonrientes de las fotos, la sonrisa que en ellas mostraba no era acorde con la emoción gris que me embargaba.
Entré en la que había sido mi habitación, mi refugio, mi rincón de soñar durante muchos años. Me sorprendí a mí misma con una leve sonrisa cuando al otro lado de la cama, encima de la mesita de noche, reparé en un viejo tesoro. Era la varita de hada que mi padre había hecho para mí cuando yo tenía aproximadamente seis años. Recuerdo que me apasionaba el mundo de las hadas y los duendes, me pasaba las tardes imaginándome reinos llenos de esos seres fantásticos que siempre estaban felices ayudando a los humanos a cumplir sus sueños con la ayuda de sus varitas mágicas.
Sí, mi padre hizo esa varita para mí. Con un hierro forrado con papel de aluminio, que había sobrevivido del despiece de una vieja lavadora y con una estrella de madera que él mismo había diseñado y cortado cubriéndolo con purpurina de color plata. Pero lo más especial de esa varita era la ilusión con la que mi padre la había provisto.
“La ilusión» es el ingrediente mágico de la felicidad me decía siempre mi padre.
No fue necesario ningún efecto de luz fantástico para comprobar que la varita aún seguía funcionando. Su hallazgo hizo que poco a poco el frio de la casa se fuera convirtiendo en el calor del hogar.
Levante la vista y ahí estaba mi rostro reflejado en el espejo con la varita en la mano. Dispuesta a recuperar la ilusión y la alegría de volver a disfrutar de esa casa en la que aprendí a soñar despierta.
OPINIONES Y COMENTARIOS