“Verás Bob, mi biografía es como la historia de la humanidad. Se divide en dos eras: antes y después del ictus. Pero, a diferencia del continuo que es la historia, en mi vida hubo una brecha profunda, una separación irreversible entre mi presente y mi pasado, como si se hubieran alejado dos continentes después de un cataclismo geológico y yo me hubiera quedado varada en uno de ellos, separada por un tremendo abismo del otro. Antes del ictus yo me pasaba la vida corriendo, en las pistas detrás de un nuevo record, y el resto del tiempo tras otras muchas metas, algunas ilusorias, que rara vez alcanzaba o que al final no me producían la satisfacción que esperaba por lograrlas. Para todos era una mujer afortunada, y es cierto que tenía todo lo que se puede desear: un marido escritor de éxito (de consoladores libros de autoayuda que alimentaban nuestra cuenta corriente -teníamos régimen de gananciales-), dos niños guapísimos, una carrera deportiva envidiable, incluso a pesar de haberla interrumpido durante mis apacibles y nada conflictivos embarazos. Yo era lo que se dice una triunfadora, eso que ahora llaman una mujer empoderada, respetada además por mis opiniones progresistas, un icono femenino del siglo veintiuno, un ejemplo a seguir para un número creciente de niñas en trance de elegir a quién parecerse, e incluso una cotizada modelo publicitaria habitual en todo tipo de anuncios.

Así que tú y todos tus oyentes pensaréis que el ictus me destrozó la vida, que por mucho que me haya esforzado en aplicar las enseñanzas de mi (ahora ex) marido, debo estar cada día maldiciendo mi suerte. Pero ha ocurrido algo paradójico. De alguna manera mi desgracia tiene un aspecto positivo, porque ahora no me siento forzada a ser jodida y permanentemente feliz todo el tiempo. Mover un dedo de mi mano derecha paralizada me supone un esfuerzo mayor del que antes me costaba esprintar cien metros, pero a cambio nadie, incluida yo misma, puede exigirme ya nada, ningún logro, ningún esfuerzo, ni siquiera que le ponga buena cara a la vida. Así que al final no me quejo, he perdido la mitad de mi cuerpo pero en cierto modo soy más libre de lo que nunca he sido antes”.

Me parece detectar en la despedida de Bob cierta preocupación por lo perturbador o lo incorrecto de las palabras de su invitada, pero quizá sea sólo el sonido metálico de la emisión radiofónica en mi ordenador adaptado. Pese a todo Bob Robertson siempre resulta simpático, con su gracioso español con acento guiri y esa manera cuidadosa de seleccionar las vocales, como si estuviera buscando pepitas de oro en el fondo de un río. Me gusta su programa, y también me agrada esa atleta reducida a una inmovilidad que es sólo una parte de la mía.

Miro fijamente el punto de la pantalla al que debo hacerlo y el ordenador se apaga. Estoy contento, ya lo consigo nueve de cada diez veces.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS