Aquel día yo podría no haber pasado a esa hora por la calle Hilarión, haber cogido el coche en vez de ir andando; podría, incluso, haber llamado al trabajo para avisar de que iba a retrasarme con cualquier excusa, pero no. Aquel día, a aquella hora, justo allí, una aglomeración de gente llamó mi atención. Todos miraban hacia arriba y yo hice lo mismo. Lo que vi me heló la sangre. Un niño de pocos años asomaba su cabecita y una mano por una ventana por la que salía un colosal dedo de humo, como un maldito índice acusador a punto de condenar a aquel inocente a un infierno que de ninguna manera merecía. No fue instinto o impulso. Llámenlo empatía. Llámenlo humanidad. Llámenlo como quieran menos “valentía”, que era lo único que yo no había tenido nunca. Ver desaparecer la mano del niño del borde de la ventana fue el detonante. No había tiempo que perder, y la vista, que es más rápida que la mente, me dirigió a la entrada al parking del edificio. Nadie me vio bajar la rampa del aparcamiento, con su correspondiente puerta de acceso a las escaleras del bloque, que ascendí de dos en dos, hasta llegar a la planta cuarta, donde las llamas empezaban a ocuparlo todo. La vivienda ya no tenía puerta. Dentro, Pedro Botero. Atravesando la cortina de fuego y humo, terminé en el dormitorio. El niño yacía sin sentido y el dedo de humo seguía indicando el camino a seguir. Abajo, un grupo de vecinos estaba desplegando una lona bajo las vehementes órdenes de una chica que podría tener mi edad, con complexión de atleta, y que no dejaba de mirar hacia arriba. Ella se colocó debajo de la ventana, calculando la posibilidad de detener la caída del cuerpo con el suyo. Entonces lo vi claro. Lancé al niño por la ventana.

La chica se colocó con las piernas flexionadas y los brazos haciendo de canasta en la que acoger el cuerpo laxo del niño. Sabía que se iba a hacer daño, pero también sabía que era lo único que podía hacer para salvarlo. El niño cayó en sus brazos con la fuerza de una bala de cañón y la hizo caer hacia atrás, aplastándole el pecho, hasta notar como se le quebraban varias costillas. En seguida, las personas que sujetaban la lona ya estaban cogiendo en brazos al niño para atender a la joven, que había perdido el conocimiento.

¿Qué había sido de mí mientras tanto? Pues algo que entraba dentro de lo posible: las llamas me rodearon como una terrorífica mano anaranjada, agarrándome del pelo y reduciéndolo a polvo gris que se repartía por la habitación, entrando uno de sus dedos por mi boca abierta gritando de dolor y achicharrándome las vías respiratorias, que se inflamaron haciendo imposible la respiración. Morí satisfecha, no crean, de haber hecho por una vez en la vida lo que siempre pensé que no sería capaz de hacer: dar la vida por otro.

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