Haití: mágica, encantadora y misteriosa

Haití: mágica, encantadora y misteriosa

Jorge Robledo

14/11/2018

Con particular sutileza y un enorme desparpajo el destino me confrontó, en noviembre de 2009, con la curiosa propuesta de integrar una misión de paz como casco azul en Haití. El Hospital Militar Argentino, que estaba asentado en aquel país, al servicio de Naciones Unidas, tenía necesidad de un farmacéutico para cubrir el cargo de director de su farmacia y recurrieron a la búsqueda de un civil. Se me presentaba la oportunidad de vivir una suerte de loca aventura y al mismo tiempo conocer el país más pobre de América.

Los riesgos que implicaba integrar esa misión y la poco atractiva perspectiva de estar seis meses en un ambiente militar no fueron obstáculos para aceptar el desafío de vivir esa aventura.

El 11 de enero de 2010 ingresé al centro militar argentino de Campo de Mayo, en Buenos Aires, para realizar unos cursos sobre los alcances de la misión y recibir la indumentaria necesaria. Al día siguiente, 250.000 personas perdieron su vida en el terremoto que asoló a Haití, y que constituyó una de las mayores catástrofes de la humanidad.

El 24 de ese mismo mes, pisaba el suelo que, otrora, Cristóbal Colón denominó “La Hispaniola”.

El hospital proveía servicios de salud a catorce mil cascos azules de diversos países desplegados en Haití y mi función era dispensarles medicamentos que los doctores recetaban.

A los pocos días de estar allí, conocí a un argentino que administraba un orfanato. Luego de visitarlo, hice cuanto pude para paliar parte de sus numerosas necesidades. Aparte de esto, mi trabajo no me permitía expresar otras formas de solidaridad.

Trascurridos cuatro meses, fortuitamente, conocí una ONG de Puerto Rico que proporcionaba servicios de medicina de campaña y me acoplé a sus actividades en todas las oportunidades que el trabajo del hospital me lo permitió. De esa manera, pude conocer más íntimamente esta singular nación.

En una oportunidad, concurrimos a un campamento de desplazados por el terremoto. Un lugar llamado Canaán, un páramo con más de cinco mil carpas que, en algunos casos, eran solo plásticos con un armazón de palos. Así intentaban guarecerse los haitianos que habían perdido sus hogares.

Luego del trabajo de ese día, regresé al hospital muy cansado, muy sucio y muy feliz por haber podido hacer algo por alguien.

Luego de cenar, me acosté. Unos instantes después, la naturaleza se expresó con una furia particular, descargando una brutal tormenta de lluvia y viento que parecía querer derribar todo lo que encontraba a su paso. Vinieron a mi mente esos miles de hombres, mujeres, ancianos y niños que ese mismo día había conocido…. Y lloré, angustiado e impotente.

Esta experiencia profundizó en mi corazón una huella. Me hizo aprender que el ser humano es como Haití: mágico, encantador y misterioso. Me recordó que muchos de ellos necesitan protección, ayuda y asistencia, y nuestra obligación ética y moral es proporcionárselas.

Y que debemos intentar que este compromiso social adquiera la característica de contagioso, ¡muy contagioso!

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