7.373 km para volver a escribir

7.373 km para volver a escribir

Ella llegó primero. Pisamos Barajas en el mismo instante, pero en distintos momentos. Madrid nos recibió, y Grecia, con 11 años, se abrazó de primeras a la cultura, a la jerga, a las paradas del metro, a un nuevo cielo. Yo, aun no ponía los pies en el suelo.

Su mayor fortuna en una etapa de éxodo familiar y nacional: la libertad que aporta la inocencia junto al no sentirse de ningún lugar, solo hija de mamá y papá. Descubría la aventura de ir sola al supermercado a por huevos, o al chino a por pan. Y yo, afortunada de saberla sana y salva en casa después de estudiar.

Esta vez no escribo para ordenar mis ideas o para informar, hoy mis manos son pinceles que dibujan mi agradecimiento a la paciencia, a la tolerancia y al abrazo de un país que con entendida suspicacia recibe a cada ser humano que huye despavorido de su patria, con miedos y sin familia, con valentía y desconsolado, con ganas de sembrar semillas sin saber por dónde empezar.

Sí, extraño a mis madres, a mis hermanas, a mi padre de quien no pude despedirme… a mi perra, a mis amigos de siempre. Añoro el olor a lago abierto hacia el Caribe, ese aroma de agua dulce mezclado con salitre. Uhmm… y el sabor del café cultivado en algún pueblo cercano.

Me siento acreedora del premio por haber llegado en segundo lugar: experimentar el derecho a la vida, aunque otros miedos corrompan mis días. Tres razones me hacen fanfarria cuando amanece: el futuro que mi hija se va labrando desde ahora, la insulina que siempre me puedo inyectar y poder caminar por cada calle con seguridad. También voy aprendiendo a transformar las pasiones de allá, en emociones cálidas, pero más sensatas, minimizando el drama y fortaleciendo lo práctico y funcional.

Hemos estudiado, crecido, trabajado. Nos hemos mudado, nos hemos perdido y nos hemos encontrado.

Echo raíces en la ciudad donde “quedo” en vez de reunirme con los amigos, y donde me “bebo una caña con los colegas”, en vez de tomarme una birra con los panas. También es el territorio de mi segundo gran amor: enamorarse a los 40 de un madrileño, siendo caribeña… juro que es una epopeya.

Disfruto de la “c”y de la “z”, aunque me cueste pronunciarlas. Soy feliz cuando me siento en una terraza porque empieza “a hacer bueno” y me dejo acompañar.

Vivo en un corazón dividido por un océano, y enraizado en la ilusión de que aquel país en la boca de América Latina vuelva a llenarse de su gente alegre y bonchona, y regresar junto a mi hija y mi nueva aurora. Esa aurora que me abraza y aligera la carga de mis nostalgias, mientras también me recuerda -a veces a conciencia y otras con disfraz- la buena decisión de migrar a este, su lugar.

Cruzar el Atlántico, con destino a “aquí”, significa poder volver a escribir con la garantía de vivir.

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