Era una tarde abierta, el sol acuchillaba el asfalto con crueldad. En el arcén de una enorme rotonda, una anciana hacía subir su silla de ruedas dándole a sus talones con enorme fuerza.

Cuando quise darme cuenta estaba dando la vuelta a la rotonda para ayudar a aquella anciana que se jugaba la vida mientras el resto de coches pasaban a escasos centímetros de su cuerpo.

Ya había un coche detenido y un joven se acercaba a la anciana. Repetí sus actos.

El joven se dirigió a mí al verme llegar —¿la conoces?

—No. También me detuve al verla en peligro.

Me dirigí a la anciana con la sencilla pregunta. —¿A donde va señora? ¿a casa?

La respuesta de la anciana desdentada me sorprendió —No. Yo vivo calle abajo. Voy a casa de mi vecina Merceditas, que hace tiempo que no la veo.

—Pero está sola, ¿suele ir sola?

—¿No tiene familia? —Dijo el joven.

—Tengo un hijo —le contestó la anciana que abrigaba sus hombros con un chal de ganchillo blanco. A pesar del calor.

—¿Quiere que la ayudemos a llegar a la acera?

—Que dios les bendiga. —dijo alzando los brazos al cielo y mirándonos con una sonrisa hueca. El joven de la camisa de rayas gruesas rojas y azules asió la silla y comenzó a empujarla hacia arriba mientras yo aseguraba el trafico alejando los coches del carril derecho.

—Señora, tiene que coger el número de teléfono de su hijo y apuntarlo en un papel, meterlo en el bolsillo por si lo necesita en algún momento. —La anciana se rió casi en una mueca. Me hizo un gesto para que me acercara.

—Mi hijo está peor que yo, medio sordo —me dijo entre ahogadas risitas. Noventa años de sentido del humor pensé, puede que más. Detuvimos el tráfico para cruzar cuatro carriles y dejamos a la señora en la acera, donde aún le quedaba un largo trecho cuesta arriba. La anciana se bajó con mucho esfuerzo de la silla y se dispuso a empujarla cuesta arriba con sus minipasos temblorosos.

—Ya sigo yo. —Dijo y se perdió entre los arboles de la avenida empujando su silla hasta, supuse, la casa de Merceditas.

Subí a mi peugeot y vi perderse el vehículo del joven. Me quedé pensando en la fortaleza de aquella anciana y en lo curiosa que es la amistad. En cómo en una vida aparecen y desaparecen amigos. Y en los lazos que puede crear un ser humano con otro. En que la amistad no sabe de edades ni barreras porque siempre habrá otro ser humano que te ayude a superarlas, aunque sea alguien que entra en tu vida durante unos minutos.

Y así fue, durante unos instantes se unieron tres almas, tres personas que en un suspiro de sus vidas hablaron y se unieron para desaparecer, como si nada hubiese pasado, desaparecieron en el tiempo para siempre.

Si debíamos conocernos, es algo que siempre he pensado. Y el porqué, aún ronda en mi cabeza…

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