-¡Hemos llegado hijo!- gritó mi padre exultante, mientras reducía la velocidad y sacaba el brazo por la ventanilla para señalar un letrero despintado y casi ilegible. Fíjate en ese indicador, ¿lo ves? –me preguntó- dice «Residencia Las Mimbreras»… ¡Ahí es a donde vamos!
Un instante después abandonamos la carretera comarcal, cruzamos al otro lado del río sobre un puente de piedra antiquísimo y enfilamos hacia la casona por una vereda llena de baches y socavones. Yo, medio dormido aún, al verla a lo lejos, con su cigarro humeante, sus muros encalados, su zocalito añil, sus empinados tejados de color granate y sus ventanitas teñidas de verde, más que una casa, me pareció que fuese un gigante barbudo con boca de madera, ojos verdes y sombrero de pana.
Él condujo el auto hasta el final de una pequeña explanada empedrada, cubierta de tréboles y amapolas, y lo situó bajo la fresca sombra de un algarrobo centenario. Luego quitó el contacto y dejé de escuchar por fin el fastidioso y somnoliento runrún del motor.
Recuerdo que lo que más me llamó la atención, desde el mismo instante en que bajamos del auto, fueron los exquisitos perfumes del lugar. De los balcones del primer piso, atestados de macetas, colgaban vistosas florecillas de miles de colores, y los dulces aromas de jazmín y hierbabuena inundaban el porche.
Antes de llamar a la puerta él me repasó de arriba abajo, me atusó el flequillo untándome el cabello con sus dedos mojados en saliva, quitó el polvo de mis zapatos con un pañuelo y me remetió, zarandeándome, aquella camisa blanca que acababa de estrenar.
Luego la señora dijo -Anda muchacho, ve al río a nadar un ratito con los demás niños, tu padre y yo tenemos que hablar!- y a mi padre le faltó tiempo para obligarme a hacerlo: con los ojos muy abiertos y las cejas arqueadas meneó la cabeza un par de veces en dirección a la puerta compeliéndome a ello. ¡Pero yo no me moví! Nunca me separaba de él y tenía muy claro que en aquella ocasión mucho menos iba a hacerlo. Tanto misterio me daba mala espina. Además no me apetecía bañarme, así que me acerqué más a él intentando eludir aquella orden, pero fue en vano, pues unos segundos después hube de caminar por la vereda hacia el río con una mano en la coronilla y otra en el trasero, frotándome con fruición para aliviar el dolor que me produjeron el capón y el despiadado azotazo que me soltó.
Baje la cuesta lentamente, rezongando y remoloneando todo lo que pude, mirando continuamente de reojo hacia la casa, maldiciéndolo a él en voz baja, dando patadas a las piedras, deteniéndome aquí y allá para observar cómo las hormigas transportaban en fila india pequeños trocitos de hojas al interior de sus hormigueros. Mirando a los gorriones que revoloteaban con escandalera sobre las copas de los árboles, disputándose a picotazos las sabrosas moscas y las rollizas babosas que pululaban entre las hojas. Además, no me apetecía bañarme, ni tampoco me parecía que fuera buena idea darme a conocer a aquellos chicos que, suponía yo, debían ser niños normales y, por tanto, lo más probable es que intentaran zaherirme con sus burlas. Esperanzado en que en cualquier momento oiría su vozarrón, llamándome para que volviera a su lado.
Pero no fue así. Nadie me llamó. Y por más lento que anduve al final hube de completar el corto trayecto que me separaba del riachuelo.
De repente un tropel de chiquillería apareció de entre los abedules y corrieron hacia donde yo me encontraba, formaron un corro y, cogidos de las manos, giraron en torno a mí gritando como posesos. Estuvieron así durante unos minutos y luego corrieron hacia la casa como almas que lleva el diablo.
¡Ah!… Parece que fue ayer mismo. Lo recuerdo todo como si lo estuviera viviendo otra vez. Aquella misma tarde, después de merendar, supe que no volvería a ver más a mi padre. No hizo falta que él me lo dijera. Lo intuí cuando volví a entrar en la casa y la señora me obsequió con una interminable serie de sonorísimos besos atronadores junto a las orejas, mientras me abrazaba apretándome con fuerza contra su pecho. Comprendí que tanta amabilidad, tanto cariño fingido, no auguraban nada bueno. Y lo supe también porque, mientras Doña Engracia me abrazaba, giré la cabeza y le vi a él por entre los agujeritos de los volantes de la blusa de la señora, y me pareció que le brillaban los ojos, como cuando están mojados. Pero a mi padre no le afectaba la luz del sol como a mí, por intensa que ésta fuera, por eso me sorprendió ver aquel par de incipientes bultitos acuosos a punto de desbordarse y anegar sus párpados entreabiertos. Yo no le había visto nunca llorar. ¡Jamás!. Ni siquiera cuando mi pobre madre murió. Por eso, en aquel preciso instante, supe que se marcharía dejándome en aquella casa, y también que quizás ya nunca más le volvería a ver.
Justo antes de que se pusiera el sol, mientras colocaba las cuatro ropas que llevaba en mi petate en la que a partir de ese momento sería mi habitación, oí cómo arrancaba el motor de la Ligera, su decrépita furgoneta amarilla, y luego el par de acelerones que él siempre daba antes de meter la primera velocidad. Aquel ruido inconfundible, y el polvo que vi en el camino cuando llegué unos minutos después a la explanada, me confirmaron lo que había estado temiendo.
Corrí tras él como nunca antes había corrido, llorando con amargura, con desesperación, empapado en sudor, jadeando hasta quedar sin resuello. Corrí, corrí, corrí… hasta que no pude más y caí agotado sobre la hierba de la última loma, y allí, derrumbado y exhausto, me quedé mirando, impotente, cómo aquel puntito amarillo desaparecía a lo lejos sobre la interminable alfombra gris de asfalto, bajo el tenue resplandor de los últimos rayos de sol de aquel día inolvidable.
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