No es fácil volver a Zeta. Algunos aseguran haber llegado en coche, sin más que seguir la carretera hasta el final, pero yo no lo consigo. Cuando tomo el desvío las curvas se enroscan a mi alrededor como una serpiente voraz y avanzo a ciegas entre nubarrones de un polvo espeso. Al desvanecerse me veo cabalgando a lomos de una caballería, rambla arriba, en medio de un paisaje lunar. Higueras famélicas, espartales y zarzas salpican el camino. Casuchas deshabitadas se acurrucan en el regazo de los cerros desnudos.

He venido para asistir al funeral de Rosario. La encontraron junto a la lumbre apagada, apagada también ella, a sus noventa y siete años. Era una resistente, la última del pueblo. «De aquí solo saldré para ir al cementerio», decía. De nada sirvió el empeño de sus familiares en llevársela cuando faltó su marido. «No dejaré mi casa ni mi tierra», insistía tozuda, mientras seguía cultivando su huerto y sus recuerdos.

Yo no cultivo nada. Abandoné el pueblo siendo niña porque quería estudiar. Muchos ya se habían ido y otros lo hicieron después, cada uno con su propia excusa. Trabajar, progresar, vivir, respirar. Y si no había otra cosa, estaba la sequía. En Zeta casi nunca llueve. Si no llueve no hay cosecha y si no hay cosecha la tierra solo produce rencores y chismorreos.

Las mujeres aguantan la falta de agua, pero no el exceso de habladurías. Rosario misma aconsejó a su hija emigrar cuando el ambiente se volvió asfixiante. También yo encontré liberador el aire contaminado de la ciudad. Y más saludable que la vida rural, que te inmoviliza con una tela de araña cuajada de ojos vigilantes y controles infinitos.

Ahora mucha gente añora el campo. Un entorno idílico, creen, sin zarzas ni matojos secos, poblado de árboles rebosantes de fruta ecológica, pastores sonrientes y bichos civilizados, que jamás clavarían su aguijón en la carne sonrosada de la gente de ciudad. Allá ellos con sus fantasías.

He visitado la fuente, de la que apenas mana un hilillo líquido, como una herida de la tierra desangrándose, los bancales desnudos, el viejo molino con su piedra varada como una sirena, las ruinas de la escuela…He visto a Rosario caminando con su pañuelo a la cabeza y su sonrisa triste, a la maestra, doña Lola, tan joven y tan de otro sitio, a las niñas saltando a la comba. Me fijo en una cría pecosa y con trenzas.

-¿Que vas a ser de mayor? -pregunto, aunque sé la respuesta.

-Maestra, como doña Lola -responde orgullosa-. Daré clase aquí.

No sabe que pronto ya no habrá niños, que la maleza invadirá el patio en el que ahora juega, que la escuela acabará cerrada y en ruinas, como su casa, como las otras casas. Me despido de ella y de Rosario, de los cerros que rumian soledad y silencio. En la rambla me abrazan vaharadas de un polvo espeso. Saben que nunca más volveré a Zeta.

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