En este pueblo no hay niños.

Ni vientres fértiles que los alumbren.

El día en el que di tres vueltas de llave a la puerta de la escuela, cerrándola por última vez, este pueblo comenzó a morirse. Solo quedaban los dos hijos de un temporero: insuficientes para que permaneciera abierta. Un autobús los recogía cada día y los llevaba a veinticinco kilómetros. Al año siguiente, el temporero emigró. Y con él, los dos últimos usuarios del parque infantil que hay en la plaza.

Cuando llegué a este pueblo, hace treinta años, tenía doscientos habitantes y cinco niños en edad escolar, a los que sumé mis tres hijos.

Los tres se han marchado.

No tenía escuela en la que enseñar. Me convertí en maestro itinerante. Recorría más de cien kilómetros diarios, de pueblo en pueblo, dando clases en las escuelas que aún permanecían abiertas. Pasaba la mitad de mi tiempo en la carretera. Como los médicos. Como el cura los domingos. El invierno pasado saquearon la iglesia; robaron hasta unas piedras de sillería. Nadie se enteró. Las casas que la rodean están abandonadas; les arrancaron las rejas.

Estoy jubilado. Salgo de mi casa y en cinco minutos, estoy en un bosque, o subo a la montaña, o recorro—en soledad o acompañado— la ribera del río. Este era el camino favorito de los niños, porque encontraban fresas salvajes y moras. Recogían flores que colocaban sobre un papel secante y luego las clasificábamos en clase. En otoño, abrazaban a las hayas, bajo un chaparrón de hojas amarillo rojizas.

Lo que más me gusta de vivir en este pueblo es la convivencia. El propietario de la cantina ha construido unas habitaciones. Ya habría cerrado, si no alojara veraneantes. Los hay que se enfadan porque tienen que esperar a que acabe la misa dominical para visitar la iglesia románica; solo el cura tiene la llave. Otros se quejan de que enviar un correo electrónico les cueste quince minutos. La España que vive presurosa y la España lenta, silenciosa y despoblada, juntas. La primera España se olvidará de la segunda cuando finalice el estío y los veraneantes se hayan ido. Entonces los camiones de la basura volverán a pasar de largo.

La cantina es tan importante como una escuela, pero los veraneantes no siempre lo saben apreciar.

Vivir en este pueblo significa explicar mi propia vida. He ayudado a restaurar el edificio donde estuvo la escuela: la fortaleza desde la que luchar contra el desamparo y el abandono. Cuatro años atrás, en este pueblo vivíamos cincuenta personas. Hoy no llegamos a veinte.

El cementerio es el lugar más habitado.

Rescaté el globo terráqueo del aula; estaba aún sobre la que fue mi mesa durante veinticuatro años. Mientras le quitaba el polvo, retumbaron en mí los ecos— metálicos, crueles— de aquellas tres vueltas de llave. Se lo he regalado a mi nieta por su cumpleaños.

En verano, mientras se balanceaba en el caballito rojo y orejas verdes del parque infantil, me dijo:

—Abuelo, ¿por qué no hay niños?

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