La cita era en el restaurante Lamucca Almagro, en pleno barrio Chamberí. Llegué una hora antes de lo previsto. Un mozo se acercó a recoger mi abrigo y con un gesto me reprochó haber llegado tan temprano. No le di explicaciones. Me ofreció un albornoz y la llave de la taquilla donde tendría que dejar toda mi ropa (incluidas las bragas y los pendientes) e insistió en que estaba totalmente prohibido el uso de móviles o cámaras fotográficas.
El recibidor tenía unos techos altísimos y esas paredes de ladrillo visto tan de moda. Las ventanas debían estar ocultas tras unos pesados cortinones que daban al salón un aspecto sombrío, supuse que para proteger nuestra privacidad.
—¿Y vosotros también iréis desnudos?—se me ocurrió preguntarle al mozo.
—No, señora. Solo ustedes—me contestó con un tono discretamente burlón.
Quiso mostrarme el salón donde tendría lugar la cena que habían organizado para Cosméticos Ecoline. El comedor, coqueto y acogedor, tenía al fondo una chimenea encendida que desprendía un calor envolvente. Me detuve en la inmensa mesa de madera gastada que cruzaba la sala, ¡en media hora estaría llena de gente en pelotas!
El responsable de aquella locura era Jean-Marc, nuestro francesísimo director de ventas. «El problema es la falta de transparencia. Para dejar de mentir al cliente, tenéis que dejar de mentiros a vosotros», había dicho en la última reunión atragantándose con todas las «egues». Él lo tenía muy claro: «desnudarse ante uno mismo te vuelve transparente, la ropa y los abalorios forman parte de un disfraz que nos viste de mentiras». Tenía razón, justamente eso era lo que me había convencido para venir. Estaba cansada de fingir, deseaba más que nada en el mundo mostrarme tal como soy.
El mozo me guió hasta el baño. Me fui desnudando sin prisa frente al espejo y cuando se iba desvelando la bella mujer en la que me había convertido, apareció el fantasma de mi angustiosa adolescencia. Pero esta vez no le dejé avanzar. Ya era quien deseaba ser, sólo necesitaba contarlo. Inspiré una buena bocanada de aire y enfilé, completamente decidida y desnuda, el pasillo que llevaba hasta el comedor.
Para mi sorpresa, Santos, el de finanzas, y Bautista, el de marketing, esperaban allí sentados, desnudos y sonrientes, haciéndome señas para que me acercara. Me fijé en la enorme cicatriz que le atravesaba el pecho a Santos, y él se fijó en mi entrepierna. Fue muy incómodo, ambos se lanzaron una mirada cómplice y aunque me invitaron a sentarme, preferí quedarme de pie un rato.
El salón se fue llenando de gente desnuda, aparecieron los murmullos, las miradas de soslayo…
Admito que la vergüenza me hizo flaquear, pero luego durante la cena, sucedió algo asombroso. Al ver cómo aquellas personas ruborizadas hablaban abiertamente de sus virtudes y defectos, noté cómo poco a poco yo también me iba volviendo transparente. Mi secreto se deshizo entre plato y plato, la sensación de libertad fue maravillosa.
Me había superado a mí misma. Con dos cojones.
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