Los dos Arnoldos

Los dos Arnoldos

Josué Mares

09/11/2018


La habitación de Arnoldo Guzmán estaba llena de fotografías de su niñez. Curiosamente, en la mayoría de ellas estaba saltando desde algún lugar. Su madre, que a sus 25 años lo seguía tratando como a un infante, le había contado mil veces esas anécdotas de cuando, aún sin saber caminar, se las ingeniaba para brincar desde el borde de su cuna sobre el cuerpo dormido de su padre, quién trabajaba de noche e intentaba descansar de día. Era un buen hombre, que casi nunca se quejaba cuando el impacto del crío sobre su pecho lo despertaba violentamente.

Nadie sabe de dónde sacaría «Arni», como le decía su madre, la idea de que su afición por saltar en su temprana niñez, era una señal de que había nacido para eso y solo para eso. El caso es que, convencido de ello, decidió enlistarse de voluntario en las fuerzas áreas del ejército, con la única motivación de saltar desde un avión.

Arnoldo Pérez, a sus 38 años de edad, se hartó de trabajar en tan precarias condiciones y terminó los estudios que había dejado inconclusos. Dado el primer paso, entró a la universidad a estudiar medicina. Que sus compañeros (todos unos críos mal educados) lo hubieran confundido con el profesor en su primera clase le pareció tremendamente ofensivo. Para su suerte, el profesor de esa asignatura ya estaba en el ocaso de su vida y lo duplicaba en edad, lo que lo hacía sentir más joven, aunque más tarde descubriría que gran parte de los profesores era de su edad o menor.

Muchas anécdotas podrían contarse sobre la convivencia de «el viejo Arnold», cómo le llamaban sus amigos, con compañeros que apenas bordeaban la veintena, pero por ahora me limitaré a contarles que, en una pintoresca ceremonia, obtuvo su tan anhelado título (casi 8 años después).

Arni, por otra parte, frustrado su sueño de pertenecer a «la gloriosa fuerza aérea» (fue rechazado por padecer de pie plano y sufrir un cierto grado de vértigo), se había entregado a la idea de que no valía para nada y vivía de los mimos y atenciones de su queridísima madre, llegando a convertirse en una fatiga incluso para ella, que tanto lo había consentido. Por la fuerza visitó a un psicólogo que insistía en que el santo remedio era que saltara en paracaídas. Que hacerlo lo ayudaría a dar vuelta la página y a seguir adelante.

Arnold, aparte de sus años de estudio, llevaba un buen tiempo asistiendo a otro cirujano y por fin era su turno de operar. Le pareció curioso ver que su primer paciente tenía su mismo nombre, aunque aparentemente no compartía su buena suerte; En un desafortunado salto en paracaídas se había fracturado ambas rodillas. A pesar de sus profundos conocimientos, se sentía incapaz de curarlo.

Cuando Arni vio al doctor, sintió alivio. Temía que, en su racha de mala suerte, le asignaran un cirujano novato, pero sus años de experiencia eran evidentes.

Por cierto, la operación fue un éxito… casi.

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