-¡Puje, Adela, puje! Gritaba eufórica la rolliza comadrona mientras presionaba con fuerza el baqueteado abdomen de mi bisabuela.
Este era su noveno embarazo a término, y ella ansiaba poder tener el niño en sus brazos tan pronto como la partera –y su dolor-, la dejaran. Había improvisado como siempre, una caja de cartón que haría las veces de cuna, cubierta por una impoluta sábana blanca deshilachada de tantos usos. A su lado, un fuentón con agua limpia y cristalina que mi bisabuelo Adolfo había sacado del aljibe viejo y deteriorado del patio.
Cerró los ojos un instante e imaginó por unos segundos aquello que no había ocurrido: la enorme casa campestre rodeada de fresnos y algarrobos, atiborrada de niños fuertes y sanos corriendo por la inacabable galería, llena de macetas con malvones en flor y palos de agua.
María Adelaida había nacido en los albores de 1891 en una granja del centro este de Entre Ríos, y ya para sus 14 vírgenes años, había contraído enlace con un hombre que la doblaba en edad y opulencia, y que no tuvo reparos en embarazarla tan pronto como su suegro le dio el permiso de desvirgarla y tomarla como de su propiedad, y claro que para la época, ella ni suspirar pudo por cuanto no lo miraba siquiera a los ojos. Así fue que de buenas a primeras y de un sopetón tras otro, tuvo tres niños en perfecto estado de salud, y un cuarto que no resistió los embates del invierno y falleció víctima de la “gripe española” a los 46 días de vida. Corría 1919 y los despojos de la Primera Guerra Mundial aún se sentían en todos los continentes. Adela -como la llamaban-, recordaba muy bien esa tarde oscura e infausta de frío glacial y lastimero, donde conoció el insondable dolor de la injusta muerte.
Enarbolándose como pudo, aferrada a su fe católica y al amor inconmensurable de los demás niños, se puso de pie valerosa y decidida a no tener más hijos ni agonías.
Poco le duro el receso y apenas pasado unos meses, ahí fue su rijoso marido a poseerla arrebatado y lascivo,al volver del trabajo y mientras ella zurcía las medias de los niños. Adela no dejaba nunca de trabajar como ama de casa, incluso mientras la gozaban, y esto era algo que a su apoteósico compañero lo volvía más libidinoso aún y hasta jactancioso delante de sus amigos y familiares hombres.
¡Cuánto sufría la pobre! Y lo que aún faltaba por padecer.
Su quinta preñez pasó sin sobresaltos hasta dar a luz a un varón el 27 de abril de 1921, con tanta mala suerte y desgracia que nace anémico e hipotónico y fallece antes de los quince días de vida, ante la mirada estuporosa de curanderos y manosantas que hicieron todo cuanto pudieron para que sobreviva. Adela no podía creer su infortunio: ¿Qué pasaba con la vida de sus hijos? Claro que esto no significó un problema para Adolfo y en menos de lo que canta un gallo, volvió a quedar encinta sin siquiera poder recuperarse de su abrumador puerperio ni hacer su duelo.Antes del fin de ese mismo año, nació otro varón con más problemas de salud que su propia madre, que de lo extenuada y débil que estaba, no podía hilar una palabra con otra. El abatimiento y la pena subyacente que nunca acababan le jugaron una mala pasada y en febrero del siguiente año, el niño tomó sus alas y voló al encuentro celestial del Señor cual querubín dulce y regordete.
Las crueles circunstancias de la vida, estaban matando lentamente a mi bisabuela. Tenía su corazón partido y su alma rota y desvalida, y su cuerpo con apenas veinte años y ya seis embarazos no tenía la fuerza necesaria para seguir llevando adelante las tareas del campo.
El tiempo (o las hormonas) le dieron un respiro y pasó más de un año hasta volver a estar de encargue, y nuevamente un 27 de abril otro varoncito vio la luz del amanecer. La algarabía por este renacer no hizo más que enajenar a mi bisabuelo,quien había encontrado en el alcohol una buena manera de paliar su desasosiego y su locura,y sin mediar un común acuerdo, avasalló sobre la pobre puérpera embarazándola por octava vez, y con tantos contratiempos que antes de parir, el retoño coge una tuberculosis mortal y a ella se le adelanta el parto, con tantísima mala suerte que el neonato no se sobrepone y muere al mes de vida.
-¡Puje una vez más! Los gritos de la comadrona la sacaron de lo hondo de sus aciagos pensamientos y obligaron a su contrito corazón a galopar al ritmo del último pujo.
-¡Macho! Gritó la partera.
Mi abuelo abría los ojos al mundo.
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