Mi dedo índice juega con el borde de la copa y recuerdo cuando lo hacía con las cuerdas del violín.

—Camila, ¿pedimos o qué?

—Ah sí, claro.

Ni he visto la carta. Me sorprende y me divierte que la cicatriz del dedo sonría cuando lo muevo. Como si el movimiento fuese capaz de recuperar aquella sensación. Quizás sí. Desvío la mirada al menú, que de pronto parece una partitura, y me concentro en las carnes.

—Solomillo al punto y una botella de vino tinto.

—¿Quiere la carta de vinos? —pregunta el camarero.

Otra carta. El índice está feliz. Juan se impacienta.

—¿No será mucho una botella?

—No.

Leo por encima y escojo: Muga. Convencional.

—¿Y ahora de qué querías hablarme? —pregunta Juan.

Yo sigo jugando con el dedo. Ha recuperado flexibilidad. Lo di por perdido estos dos años, tanto que no había reparado en su mejoría.

—¿Camila?

—¿Sí?

—Me cuentas o juegas a hacer el tonto.

—Juego —digo y mi índice le sonríe. Lo sé porque acabo de reaprender ese movimiento y mi dedo obedece sin dolor.

La cerveza de Juan y mi vino llegan en el momento exacto. Me sirven una copa y a él su cerveza Mahou. Le doy las gracias al camarero y sonrío con el índice. Después brindo al aire. Juan no me corresponde y se bebe la cerveza de un trago.

—¿Qué pediste? —pregunto.

—El tataki de atún. ¿De verdad te vas a tomar toda la botella?

—No lo sé —–. Cuando agarro la copa, la sonrisa desaparece. Mi dedo índice es abstemio.

—Te jodes —digo en voz alta y me bebo la copa de un tirón.

—¿Perdona? —pregunta Juan. Calentito.

—No es contigo —respondo y apoyo la copa en la mesa.

—¿Entonces con quién? —dice y me agarra la mano. La de la cicatriz. Y no es una caricia. Igual que aquella vez.

La segunda cerveza de Juan llega justo a tiempo y pido que me sirvan el vino por encima de lo que la elegancia sugiere. Traen también una ensalada de tomates y unos pimientos de piquillo rellenos que yo no ordené.

—¿Recuerdas lo que estábamos hablando el día que nació esta cicatriz? —cambio el tema cuando recupero mi mano. Estiro el dedo y éste sonríe de nuevo.

—¿De qué debería acordarme? —responde, mientras come con avidez. Yo apenas pruebo bocado.

—¿Qué es el deber?

—Camila, mi paciencia se agota.

—Entonces tómate otra cerveza, o mejor, ayúdame con el vino.

Tercera copa para mí y primera para Juan que, desde la cicatriz, se preocupa de cuanto bebo. Llega la carne, le hago un corte y no está al punto. Sangra. Igual que mi dedo índice aquel día.

Acaricio la copa. Esta vez llena. Esta vez recuerdo como sonaba el violín. Esta vez sí. Esta vez sin palabras.

—Voy al servicio.

—¿Ahora?

—Será un momento.

Me encantan los restaurantes donde la salida de emergencia está justo al lado de los lavabos.

Una vez fuera, mi índice y yo nos sonreímos.

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