La olla de la abuela

La olla de la abuela

AGustin Villacis

01/11/2018

Las llamas salían por los costados cubriendo y quemando su negruzco contorno, los bordes torcidos dejaban escapar el vapor que levantaba la tapa de la olla que dentro atesoraba un arroz blanco que burbujeaba en medio del agua, allí ella le colocaba; el refrito, las especies, la sal, un poco más de agua.

La intensidad del vapor que emanaba inundando la cocina, dejaba un abrigado ambiente. A un lado estaba el fregadero que poco a poco se iba llenando con los desperdicios que ponía la abuela. La olla era pequeña, apenas se podían cocinar 3 tazas de arroz para servir a unas 6 personas, pero había estado en ese mismo sitio desde que tengo uso de la razón y de eso son ya un par de décadas. Empezaba su labor sagradamente a las 10 de la mañana para que a las 12 esté puntualmente lista la comida.

Por esa olla pasaron los camarones comprados a la orilla de la playa en las madrugadas de los viernes. La abuela y yo salíamos a esperar a los pescadores que regresaban con sus canoas llenas de mariscos que en la orilla revoloteaban como buscando su regreso al mar.

En alguna ocasión paso por la olla un chivo que había crecido en la finca y que en un día, en donde faltaba de comida, corrió la suerte de su destino y fue sacrificado para ser huésped de la olla por unas cuantas horas y convertirse en el alimento de todos.

Cada día se cocinaba algo distinto; gallinas, patos, puercos, y tantos otros animales que ya no recuerdo. La olla añejaba y guardaba los aromas de cada comida, como barriles de roble donde duermen los vinos. En sus paredes luminosas se almacenaban; los recuerdos, las risas, los llantos, la historia de todas las comidas de la casa. En su interior estaba impregnado nuestro espíritu que alguna vez llevado por él hambre, nos acercó a la olla , levantamos su tapa y percibimos el agradable aroma que nos despertaba el apetito mientras la olla guardaba el momento para la historia.

Además, había algo mágico en ella, pues la familia era grande. La abuela empezaba calculando lo básico para seis personas, pero cada día alguien golpeaba la puerta, la hija con sus tres hijos que aparecían a la misma hora del almuerzo y se sentaban en la mesa y ¡la olla!; multiplicaba los platos.

A veces el timbre sonaba y eran los primos, tíos y hasta amigos no esperados. Todos buscaban su espacio en la mesa, nadie preguntaba, solo esperaban a que la magia de la olla multiplicara los panes.La abuela con fino amor servía los platos, metía un cucharón y sacaba y sacaba arroz para todos, nunca supe de donde sacaba su magia. Esa olla tenía la virtud de adivinar lo que pasaría en el día y con su deformado y viejo contorno se preparaba con anticipación dejando reservas inmersas en algún lugar de su espacio, quizás en algún escondite que tan solo la abuela conocía. La olla hervía y hervía sin parar y paria arroz con carne, arroz con habichuelas, arroz con mariscos, arroz blanco que luego la abuela juntaba con un huevo frito.

En la casa, al mediodía, no había más ruido que la alegría de los chicos revoloteando por los corredores y escabulléndose por debajo de la mesa. El aroma inundaba la humilde y vieja casa al mediodía mezclándose a veces con risas, a veces con penas, alimentado chismes y haciendo que el vino sepa mejor.

Ella, la abuela, con su sonrisa eterna trataba de sacarnos de aquella pequeña cocina en donde no cabíamos todos y en medio de abrazos y chistes nos cuidaba con su amor protegiendo su olla del asalto que le habíamos perpetrado.

Al final, el café y la sobremesa y la siesta de algunos en medio del corretear de los niños. Luego uno por uno iba saliendo de la casa, la abuela ponía la olla debajo del grifo para que el agua la acaricie y con mucha dulzura la limpiaba sacándole el último arroz que le quedaba. La olla tenia impregnado las miradas, los momentos, las risas, las penas, la historia familiar en cada uno de los aromas guardados en los rincones ocultos de su historia.

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