Erase una vez, en el mero corazón de este antes bello pueblito de Xonacatlán, clavado en el valle de Toluca, de frente al volcán Xinantecatl; de tiempos inmemoriales existe un campo de fútbol con el fastuoso nombre de “Estadio”.

De estadio, sólo el nombre y “porterías” de metal. El terreno de tierra, con islas de pasto silvestre desparramados por doquier.

Escenario de encuentros de fútbol dominical, muchos de ellos épicos. Del fútbol llamado “llanero”; no obstante, congrega sinnúmero de público adulto, jóvenes, niños, quienes se maravillan con jugadas individuales, colectivas, finalicen o no en gol. Se emocionan hasta los gritos con remates de jugadores, lances del portero; quienes al final, orgullosos, molidos muestran raspadas sangrantes en brazos, codos o rodillas. Satisfechos o humillados. Hayan ganado o perdido, nada importa. ¡Vengan las “chelas” bien frías!

Pero esta historia no es de fútbol.

El “Estadio”, ha sido testigo de otras actividades que se desarrollaban en días de la semana, previos o posteriores al domingo, según la temporalidad; en el pasado o futuro del domingo.

Al campo se llegaba por veredas, cruzando sembradíos de maíz; sin embargo, la vía más utilizada fue por las viviendas. El campo de fútbol, era una extensión del traspatio de las casas.

Para los niños de la época era nuestro espacio exclusivo. De tarde en tarde, llegan uno por uno. Algunos con pelota bajo el brazo, que patean contra un portero invisible, hasta que otro sin invitación se coloca de portero.

– ¡Cascarita! -Alguien grita-

-¿De cuántos? -Responde otro- Comienzan a aglutinarse un sinnúmero de candidatos a jugador.

-De seis y portero. ¡Yo escojo! -Responde el retador-

-¿Con portería de cuántos pasos?

-De seis. Los que van a ser porteros, porque les nace, con piedras delimitan las porterías.

Inicia el partido, no hay árbitro, abanderados o cronómetro. El encuentro pactado a tres goles. Así espontáneamente surge el juego, la convivencia, el establecimiento y respeto de sus propias reglas. Ahí, germinan las amistades y enemistades de la infancia y adultez.

Otros juegan béisbol. Las “almohadillas” hechas de montones de tierra que los “jardineros”, de rodillas, construyen con sus manos para delimitar el “diamante”.

El bate, un palo de escoba que alguien trajo de casa, sin consentimiento de la madre. Regaño en puerta. ¿Qué importa? La “novena” no es de nueve, sólo cinco; uno en cada base, el pitcher y el cátcher. La pelota de esponja se lanza y se toma sin guante. ¡A mano pelona!

Comienzan los “inning”. Encuentro pactado a diez carreras. Entre lances del pítcher, barridas de bateadores, nubes de polvo, llegadas a la base, trascurre el juego.

¿Las reglas? Las inventan y las respetan. Son fanáticos del béisbol, aunque nadie ha visto jugar béisbol. En el pueblo no se juega. Alguien comenzó y se hizo popular entre niños. No entre adultos.

Hay niñas que juegan al “Avión”, al “Muñeco”. Entre espacios dibujados en tierra, dan saltos en un solo pie; ida y vuelta, recogiendo una ficha que lanzan sucesivamente. Gana quien llegue primero a la parte superior, regresando ficha en mano.

Otras juegan a la “Riata”. Dos toman un lazo por los extremos y le dan vueltas. Una, dos o tres, se lanzan al interior del cilindro imaginario, saltando cuando está a punto de pegar en sus tobillos. La emoción y gritos aumentan, la “riata” gira a mayor velocidad hasta que se enreda en los tobillos de alguien.

Otros niños juegan canicas. En tierra hacen un orifico. El primero que introduce la canica, conquista el poder de “liquidar” a las otras y ganarlas; mientras otra no le quite el “poder”. Terminan. Alguien dibuja dos círculos; uno pequeño donde cada jugador coloca canicas; las “bombochas” y “tiritos” valen doble; igual las pequeñitas que se sacan de botellas vacías de brandy o whisky. De manera alterna, lanzan una canica desde el círculo mayor. Se ganan las que cada uno va sacando.

Más allá, juegan al “Teco”. Golpeando monedas o fichas para trasladarla un tramo largo con el tacón de un viejo zapato. El tacón es más útil entre más viejo y flexible.

En mejores ayeres, había árboles, enormes sauces prodigaban sombra primaveral y veraniega. Las ramas, utilizadas para hacer columpios con reatas, donde las niñas se mecían con emoción. ¡Risas! ¡Gritos!

Llega la tarde, va oscureciéndose. Se escuchan gritos de mamás llamando a los hijos.

Todos terminan sudados; otros además, atiborrados de polvo de pies a cabeza. Seguro habrá regaño por la ropa sucia, manchas de sangre por raspones hechos sobre las piedrecillas del campo que dejan cicatrices de por vida.

Cualesquiera, aun los que se divirtieron observando, contentos van a concluir la tarea, suministrar comida a los animalitos del corral o preparase para la cena y dormir. Mañana a la escuela, los que tienen esa fortuna; quienes no, temprano levantarse a pastorear animales.

Indudablemente dormirán soñando las proezas o ridiculeces deportivas consumadas esa tarde, como muchas otras pasadas y muchas otras, quizá, en el futuro.

Lentamente el tiempo alcanza los alrededores del traspatio. Metamorfosis propia del crecimiento poblacional. Se levantan casas donde había sembradíos. Los árboles caen. Las bardas van cercando el estadio. Solamente quedan las entradas “oficiales”, la extensión de los traspatios se ha perdido; la algarabía de los infantes del pasado va perdiéndose en la memoria de los ahora adultos.

Al tiempo, los “dueños” del estadio colocan puertas que se abren exclusivamente los domingos para los partidos oficiales.

Así, sin contemplaciones, se clausura un espacio colectivo de jolgorio para niños y adolescentes; creado gracias a los vecinos que cedieron tramos de terreno para el campo; vecinos que ahora tienen que pagar cuota si quieren divertirse; el estadio “Gustavo A. Vicencio” tiene bardas de ocho metros de altura, gradas con techumbre y está cubierto de pasto natural.

Ya no se escucha por las tardes risas colectivas, no hay gritos que acallar, llantos que enjugar; polvo que sacudir. Los árboles han desaparecido, las aves migrado, los recuerdos se están desvaneciendo. El traspatio ha muerto.

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