El sábado pasado fui a visitar a mi madre acompañado de mi hija Hildegard. Mi cara se iluminó cuando me propuso ir de compras al centro. Desde que me instalé en Zürich, hacía más de veinte años, no había pisado las calles del pueblo que me había visto crecer. Confieso que ya había pensado fugazmente hacer alguna incursión, pero lo iba posponiendo por pereza o desinterés. El destino es extraño.

Ya ante una de las paradas que instalan los payeses en la plaça de la vila, mi madre me preguntó mirando a la dependienta, —¿Recuerdas a Núria?—

Le contesté falsamente que sí y la saludé con afecto. Mientras, intentaba aflorar en mi mente la imagen de una chiquilla que coincidiera en sus rasgos con el rostro de la señora que me estaba sonriendo. Lamentablemente toda asociación fue infructuosa. Como en un juego de memo incompleto no pude dar con la niña que había vivido en aquella mujer.

Al principio sin voluntad, empecé a mirar de soslayo a una señora que se puso en la cola. Abrigo largo, botas de tacón, talla destacada y buen tipo. Melena leonina de color chocolate con las primeras canas brotando en las sienes. Manos finas y cuidadas, completamente despojadas de cualquier alhaja. La cara lavada. Brillaban en ella unos ojos grandes de color avellana, un poco achinados, enmarcados por unas cejas naturalmente arqueadas. Nariz recta y poderosa sin por ello resultar chocante. Labios carnosos perfectamente dibujados en un mohín turbador. Estos rasgos componían su rostro con un armonía insólita.

—Papá, ¿compramos habitas?— Me preguntó Hilde, despertándome a la realidad.

Ja, Liebling— Contesté.

Ella sabía que la estaba observando y por la forma de entornar los ojos, eso la halagaba. Seguramente estaba habituada a que los hombres salivaran en su presencia. Había algo que me impedía dejar de mirarla. Era la forma de moverse. Su cuerpo se balanceaba dando saltitos felinos. Sus pies se desplazaban sin apenas tocar el suelo. Sus manos acariciaban su pelo sin tocarlo. Sus ojos me decían sin mirarme, que mi presencia y mi examen descarado no le desagradaban. Que mi aspecto peculiar despertaba su curiosidad.

—¡Uy!, ese pedazo de apio es demasiado grande— Exclamó mi madre interrumpiendo nuevamente mi fascinación.

—Señora, si quiere me quedo la mitad— Dijo ella con una voz queda, pero con buen timbre, demostrando una autoridad que contradecía sus movimientos gatunos. Entonces la miré a los ojos y lo supe sin ninguna duda.
Me parecía un milagro que casualmente hubiera dado con Olvido.

Respondiendo al pie que me había ofrecido y fingiendo no tener la certeza absoluta, le pregunté:

—Perdona, ¿Por casualidad tu nombre es Olvido Segura?—

Lo hice un poco nervioso, disimulando como pude mi ansiedad, ya que noté como mi voz bajaba un tono y se volvía trémula. Deseé con todas mis fuerzas que esa falta de entereza no se exteriorizara y resultara una sensación exclusivamente íntima. Me esforcé en pensar que mi voz había sido clara y decidida.

Ella no me respondió con palabras. Su rostro adquirió una expresión interrogativa. Podía leer en sus atemperados gestos mininos que mi intromisión la divertía y se esmeraba en dilucidar mi identidad. En su mente se revolvían multitud de imágenes de hombres que habían compartido momentos en su vida, que habían sido compañeros de la escuela, del trabajo, vecinos, amigos, amantes, u otros que tangencialmente se habían cruzado con ella.

No me reconoció. Sin articular palabra me dijo que me había olvidado.

Confieso que mi amor propio se tambaleó un poco. Todos ansiamos dejar en nuestras relaciones un recuerdo nítido e indeleble. «Claro, yo entonces tenía catorce años» deliberé calladamente buscando una excusa que salvara mi orgullo y justificara su amnesia. «Ahora tengo cuarenta y ocho, ni por asomo puede reconocerme» la disculpé de nuevo sin abrir la boca.

En su alma no vive ningún niño de catorce años. En la mía vive una única niña de catorce años: Olvido Segura.

—¿Recuerdas el Centro de amigos? ¿A la hermana Carmina?— Chuté de nuevo esperando una respuesta afirmativa.

—¡A sí! ¡Claro que la recuerdo!— Tintineó su voz como un cascabel atado a su cuello felino.

Fue entonces cuando paulatinamente sus gestos se tornaron más reales, sus músculos se materializaron, sus pies tocaron por fin el suelo y sus manos se desperezaron recuperando el sentido del tacto.

Suspiré y pensé que no estaba todo perdido.

Sus ojos entornados volvieron a mirarme con la firme voluntad de reconocer algún indicio que la devolviera a la niñez, que la retornara al lugar donde todo está iluminado por una luz anaranjada y nada duele.

No lo consiguió. En vano esperé que sus recuerdos brotaran, que las yemas de su memoria apuntaran, para a partir de ahí, se transformaran en tallos, hojas y por fin en una copa completa que nos salvara del sol abrasador del olvido.

—¡Papá, dice la abuela que ya podemos irnos!— Dijo Hilde tocándome el brazo con el aleteo de sus dedos. Pensé que pronto cumpliría sus dulces catorce años.

—Mamá, ¿Recuerdas a Olvido?— Pregunté incluyéndola deliberadamente en la conversación con el propósito de que me ayudara a contemporizar con ella.

—¡Hola Olvido!— La saludó con actitud familiar y generosa.

Por un instante presentí que recuperaríamos aquellos años, aquellos colores velados, aquellos tibios rayos de sol, aquellos olores tiernos, aquel candor infantil de una vez para siempre.

Desgraciadamente mis esperanzas se desvanecieron, al sentir que de la boca de mi madre brotaban unas palabras tremendas y pesadas como rocas.

—Lo siento pero no te recuerdo, cariño— Lamentó, —¡Hace tantos años!. Erais unos niños—

Estas palabras destruyeron para siempre aquel mundo, ya muerto, que vino a mi por unos instantes mientras hablaba con Olvido.

Abatido sentí que mis labios se movían. Oí unas palabras que emitía una voz que reconocí como propia.

—Perdona la intromisión— Mentí dolido, —Tenemos que irnos ya, ¡Hasta pronto!— Dije bajando la mirada.

—No importa— Respondió con simpatía vistiendo de nuevo su disfraz de gato, —Me ha gustado verte, o mejor dicho, conocerte—

FIN

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