Un caracol en la mano

Un caracol en la mano

Miguel Blanco

29/10/2018

Siempre me gustó esta foto. Ayer supe que habían pasado sesenta y dos años desde que mi tía la tuvo en sus manos por última vez; cuando su madre se mudó a vivir con mis padres. Mi tía, su hija más pequeña, se casaba; se iba de casa y mi abuela no quería vivir sola. De modo que madre e hija se repartieron las fotos antes de echar definitivamente el cerrojo. Al parecer, discutieron por ver quién se la quedaba. Para mi tía era especial porque la creía su recuerdo más antiguo. Y, sin embargo, fue la abuela quien puso más empeño en quedársela. Desde entonces, mi tía no la había vuelto a ver. Hasta ayer.

Ayer, como cada domingo, fui a visitarla. Cuando iba a salir de casa —no sé muy bien los motivos— decidí llevarme la vieja caja de bombones, sujeta con elásticos, en la que mi abuela guardaba sus fotos. Teníamos dos horas hasta la comida y un sol templado que invitaba a estar en el jardín; así que salimos, nos sentamos en un banco y saqué la caja. Fuimos repasando viejas fotos. Todas desordenadas: sus padres casándose, mis hermanos y yo de críos en la playa, mi tío de miliciano… Le gustaba verlas, pero sin entusiasmo. Al llegar a una foto concreta, ésta, me tomó la mano y dijo que ese era su primer recuerdo. Entonces, se le soltó la lengua:

«Había muchos “fotógrafos minuteros” por las calles. Se llamaban así porque posabas, esperabas diez minutos y te llevabas la foto. El que había en nuestro barrio —Bonifacio— tiraba fotos a cualquiera que pasara. Era su sistema. Sabía que la mayoría de la gente volvería a pasar por el mismo lugar y que se buscarían en los alambres de fotos sujetas con pinzas, tendidas al sol.

»Bonifacio, Boni, nos saludaba cada mañana, ya era como de la familia.

»Junto al puesto de periódicos donde tenía su campamento, se escondía para darme un susto. Yo lo esperaba, él lo sabía, y los dos nos reíamos un buen rato. Pero nunca nos parábamos. A mi madre no le hacía gracia; ya sabes lo seca que podía llegar a ser…

»Un día que había mucha gente en la calle, en lugar del susto, nos tiró una foto. Al día siguiente, nos salió al paso con ella en la mano. De haber sido por mi madre, ni se habría parado; fui yo la que se empeñó en quedárnosla:

»”¡Mira, salgo con el caracol que me regaló el pescadero! ¡Lo llevo en la mano!”

»Pagó a regañadientes los dos reales, se la metió en el bolsillo, tiró de mí y nos marchamos. Ya en casa, escribió por detrás, a lápiz, la fecha —12 de abril de 1931— y la guardó en su lugar: una caja vacía de bombones que les habían regalado y que siempre guardaba en el segundo cajón del aparador, debajo de los manteles buenos. En casa no había tantas fotos como para que tuviéramos necesidad de comprar un álbum.

»¡Cómo lo pasaba yo de niña mirando fotos! Sobre todo, esta. Raro era el día en que no la llevaba a la cocina para que mi madre, cansada de tanto repetírmelo, me dijera otra vez lo que ya me sabía de memoria: que ese día hubo elecciones municipales, que volvíamos del mercado, que llevaba una bolsa en la mano que no sale en la foto con patatas, cebollas, puerros y una pescadilla, que al pescadero le gustó mi lazo del pelo, que me dio un caracol … y que mi padre lo tiró en cuanto lo vio, al volver a casa…

Al decirlo, la mirada de mi tía se perdió en el infinito, como si hubiera caído en la cuenta de que un día tuvo un padre del que solo recordaba que le había tirado un caracol a la basura y una madre que casi nunca se reía.

»Estuve muchos años sin volver a ver esta foto. Creo que hasta que me casé y las dos nos fuimos de aquella casa. Mi madre se la quedó…

Cerró la caja de bombones dejando fuera la foto, colocó las gomas elásticas y me pidió un pañuelo. Igual que hacía su madre, se sonó, lo arrebujó y lo guardó en la manga de la rebeca. Mientras me enseñaba la foto, sujeta con ambas manos, como si temiera perderla otra vez, me dijo:

»Tu abuela era guapa, pero siempre ha aparentado que era más vieja. No la recuerdo con colores claros… y con ese pelo recogido, tan antiguo… Pregunta por ahí. Diles que averigüen su edad en la foto. Nadie acertará. Ya te lo digo. Nadie dirá que aún no tenía treinta. Y ya con tres hijos… Pocas veces la vi sonreír. Tampoco tenía motivos, la verdad…

El pañuelo ya era suyo. Volvió a sonarse y otra vez a la manga. Me gustó verla tan lúcida. Hacía muchos domingos que no estaba así. Sus más de noventa años miraban la foto una y otra vez y me alegré de haber llevado la caja de bombones.

»Nunca sabré si realmente este es mi primer recuerdo. Hay quien dice que recuerda su bautizo… Posiblemente, de tanto ver la foto, yo misma me lo haya acabado creyendo.

A nuestro alrededor, las familias miraban los relojes y formaban una hilera de bastones, sillas de ruedas y andadores. Se movían lentos hacia el comedor. Le regalé la foto. Al despedirme, quise hacer un selfie. Ella no entendía lo que hacíamos y se movía mucho. Salió cortada por el hombro derecho y parecía que se miraba la mano.

Sujetaba esta foto que tanto me gusta, una de minutero tomada el día de las municipales de 1931, la antevíspera de proclamarse la República: mi tía, con cinco años, caminaba de la mano de su madre por la calle del General Díaz Porlier. Llevaba un caracol en la mano izquierda y regresaban a casa desde el mercado de Torrijos. Hoy lunes, volveré a verla. Descanse en paz.

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