Tengo la obligación de confesar la verdad; pero, ¿cómo hacerlo sin dañarle?

Busco el momento oportuno; una tarde, después de comer, se lo insinúo; me escucha sorprendido, no puede ser, insisto y no se lo acaba de creer, ¿qué estoy diciendo? ¿No va todo bien?

Le digo que no quiero seguir juntos, no soy feliz; pero… cuando empieza a entenderme, estalla furioso.

Me entra el miedo y niego mis palabras; temo hacerle daño, tampoco hacérmelo yo. Pero es cuestión de tiempo, la conversación vuelve a surgir, ahora es él quien pregunta:

– ¿Desde cuándo? ¿Hay otro?

La vida diaria se torna muy dura; escarbamos en el des-amor, se despiertan los celos. Hablamos de separarnos, discutimos el reparto, el tiempo con los niños; unas veces con cordura, otras con odio.

Durante el día se mantiene la calma, pero por la noche se desata la rabia. Yo flaqueo y me arrepiento de haberme sincerado.

Vivo noches llenas de recuerdos en las que oigo discutir a mis padres en voz bajita; como nosotros ahora. Revive en mí el recuerdo de los gritos ahogados e inútiles.

Quiero ser una niña y esconderme bajo la manta, para escapar de la realidad. Salir por la ventana hasta el patio, y enmudecer sus voces.

Vuelo sobre los tejados y llego a la casa Mágica; subo por la escalera buscando el silencio, arriba donde me espera el sueño que yo inventé. Salgo de los arcones, negros como el vientre de mi madre; él me huele, lo puedo ver, pero temo que no sea bueno conmigo. Cuando nos vamos a tocar me llaman de abajo y vuelvo a la realidad.

Después de la noche llega siempre el amanecer; en mi cara ojerosa se refleja el insomnio.

No hay solución, nos vamos a separar; hay que decírselo a los niños.

Él es muy pequeño, no acaba de entender; pero mi hija llora. Su pena brilla en los ojos, se asoma y cae; con un llanto quedo, disimulado; un llantito doloroso que se mete en la boca y le baja por la cara.

Me rompe el dolor de hacerla sufrir; y me encierro en el baño a llorar, rota de pena.

Hemos pasado otra noche de discusión. Por la mañana él se los ha llevado.

Estoy desesperada.

Llevo fumando todo el día. Los vecinos me miran; no quiero imaginar qué piensan. Me da igual, porque ya no estoy en este mundo, la realidad está en los ojos de los demás y la locura en mi cabeza.

He salido a la calle, camino sin rumbo, doy vueltas sonámbula y no sé qué hacer. Los pies me llevan solos. No quiero que la realidad me afecte, pienso en tercera persona

El sufrimiento es agobiante, no puedo continuar así; el dolor es una mancha en los ojos que no me deja ver.

Llega la noche, por fin me ha llamado.

Le digo que quiero ir con ellos, no puedo estar sin mis hijos. Me explica en qué lugar se encuentran. Antes de colgar me pasa a los niños y puedo hablarles; se alegran al saber que voy con ellos; no puedo controlar mi emoción y lloro.

Llamo a la puerta del piso que ha alquilado, nos miramos en silencio. Al fin nos saludamos, parece un saludo cálido, pero no lo es. Siento una punzada en el estómago al estar a su lado, me pongo nerviosa, no puedo disimular.

Me invita a pasar, los niños corren a recibirme. Nos abrazamos, están muy alegres de verme. Él los manda a ver la tele, para quedarnos solos.

Le acompaño a la cocina, me siento frente a la mesa y me ofrece un café.

Hablamos de lo que está pasando. Parece que estamos tranquilos, pero no es verdad; la tensión se nota, en el movimiento circular de la cucharilla en la taza, en mis miradas de reojo. Ninguno nos miramos a los ojos.

Me voy de la conversación y me pregunto si es esto lo que quiero. De improviso me suena un mensaje en el móvil y lo escondo rápidamente.

Se proponen estrategias, pero ninguno estamos de acuerdo.

Mal arreglo.

No tengo fuerzas, mañana se lo diré. Llevo a los niños a acostar y yo voy a dormir a la otra habitación.

Presiento que algo va a pasar. Intento conciliar el sueño; aprieto los ojos con el deseo de que haya amanecido.

Me quedo dormida, no sé cuánto tiempo ha pasado. Oigo unos pasos acercarse a la puerta del dormitorio; la puerta se abre; a contraluz distingo su silueta. Sin encender la luz se acerca a mí.

Me bombea el corazón en el pecho, me laten las sienes:

Bum, bum, bum.

Le veo plantado delante de mí.

– ¡Dame el móvil!

No contesto, tengo el corazón a cien, y empiezo a temblar.

-¡Dame el móvil! ¿Dónde lo tienes?

Empieza a revolver mi bolso.

-¿Hay otro verdad? ¿Te he visto hablando con el móvil?¿Me has estado engañado?

– No he hablado con nadie. El teléfono está ahí- le digo señalando la mesilla.

  • – ¿Cuál es su número? ¡Voy a hablar con él! ¿Quién es?

Enfurecido desmonta el móvil, arranca la batería, saca la tarjeta, dobla la carcasa y rompe la tapa; después me arroja los trozos sobre la cama y sale de la habitación.

Me quedo sentada con las piernas aún dentro de las sábanas, me palpitan las sienes. Veo el móvil roto a mi lado; podía ser yo, ¿es esto lo que me merezco?

No puedo más; una noche triste que me hunde en la desdicha. Lloro despacio y veo borrosa la luna de verano que aparece por la ventana.

Voy a la habitación de mis hijos, me acurruco entre ellos sin despertarlos, ahí me siento protegida. Contemplo el cielo desde la ventana abierta de par en par.

Éste cielo lo he podido ver antes, estoy viendo mi futuro, respiro hondo. Éste cielo será el techo que me cubra allá donde esté.

Duermo profundamente. Una balsa en un océano de lava.

Lo peor está por venir.

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