Aquél crepúsculo de invierno, ella tomó su vestido de princesa y se colocó la corona. Bastaron solamente unos minutos para que el llanto se apoderara de él. sus trajes eran todos de superhéroes.
Su abuela tomó retazos de telas viejas que siempre almacenaba, por si algún día las precisaba. Bastó una simple y admirable conjunción: manos de modista, giba de años delante de una máquina, experiencia, oficio y la pasión de siempre. El pequeño miraba con sus ojitos bañados de lágrimas cómo su abuela armaba, con amor y preocupándose de cada detalle, una camisa y un chaleco dignos de un príncipe.
Esa tarde de sollozos se transformó en simplicidad, complicidad y consuelo. No sólo una máquina y las manos de aquella mujer habían sanado aquello que era una tormenta, todo iba más allá…
…Ese propósito inmaterial que esta vida nos regala: amar a alguien con todas nuestras fuerzas. Un apego indispensable que nos lleva a aprender el verdadero significado de para que estamos en este paso por nuestra tierra.
Es esta perfecta búsqueda; en la cual en varias oportunidades, «buscamos nuestra alma y no podemos verla, buscamos nuestro Dios y creemos que no se hace presente, buscamos aquello a lo cual apodamos verdad.»
Cuando aprendemos a ver a nuestro hermano logramos encontrar todo aquello que, por instantes, fue invisible delante de nosotros mismos. Es un instante de revelación que traspasa nuestro raciocinio.
Y al final la vida se reduce en momentos: complicidad, horas de juegos, peleas, llantos, sonrisas y amores compartidos.
Necesitamos detener el reloj, volvernos niños nuevamente, aprender de su simpleza, dejar de apresurarnos como si la vida nos correteara. El único apremio es ser pequeños, incluso para poder ver. Todo se ve distinto desde aquella altura: regresar a sorprendernos de la hormiga que lleva su hojita al hombro, o de la inmensidad del mar que no tiene fin, tocar la arena y poder sentir en nuestros dedos su aspereza. Oler el viento. Transformar retazos en risas.
La princesa y el príncipe conocieron que no hay una manera única de amar: las formas que conocemos se trascienden y son trascendidas más allá del lenguaje del que nos percatamos. A veces simplemente sobran las palabras, porque no hemos encontrado como evidenciar aquello que sentimos.
Ahí estaban el uno para el otro; sin elegirse o tal vez eligiéndose por miles de vidas, sin soñarse, o quizás siendo el sueño de Alguien más. Compartiendo, creciendo, apoyándose y dándose fuerzas.
No bastaba observarlos. Aquí todos los sentidos eran cómplices de aquella manifestación. Sobraba una lente.
Era suficiente ir más allá: verlos, olfatearlos, saborearlos y tener la sensibilidad táctil de acariciar esas pequeñas manitos, que todo lo transformaban. Formar recuerdos, los mismos que los harían crecer con la seguridad de tenerse, de considerarse; de contar para siempre.
Bastaba tan sólo con no olvidarse de ser por siempre niños.
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