Acababa de parir. Me colocaron aquel pimpollo de bebé recién horneado, caliente aún, sobre la barriga; solo le pude ver dos segundos, los que tardó en alzar su carita frente a la mía y contemplarme con ojos de lupa sin dulzura para decir: “vos no sos mi mamá, no me gustás como mamá”. Después se deslizó veloz por mi barriga volviendo a introducirse en el mismo agujero del que había salido. La comadrona, cabreada por trabajar doblemente, hundió su brazo rabioso en mi vagina, tanteando sin miramientos hasta el último rincón de mí creatividad, dejándome exhausta en el intento de recuperar al ingrato bebé que primero me había negado como madre y ahora jugaba al escondite en mi útero. No hubo manera: ni fórceps ni cuatro comadronas más buceando en mi aparato reproductor consiguieron hacer salir al pimpollo que me había dejado la vagina como la boca de una alcantarilla y la moral por el subsuelo.
“Vos no sos mi mamá, no me gustás como mamá”, aquella frase con acento argentino me machacaba en la cabeza. El padre de la criatura y yo somos de Teruel. A ver cómo le explicaba ese tonillo sin que oliera a cuerno argentino. Tal vez algún antepasado de nuestros antepasados había nacido en Buenos Aires, vete a saber… ¡Pero qué narices!, estaba hecha un guiñapo, deshecha más bien, con el clítoris desbocado en forma de volante latiendo de dolor entre las piernas y solo se me ocurría pensar en el sufrimiento por unos cuernos inexistentes. Yo era la sufridora, yo y solo yo. Durante nueve meses soporté henchida de amor maternal las arcadas, los senos reventones, el dormir bocarriba adosada a un barril de estrías y a un abanico, el cuerpo entero transformado en un tentetieso. Incluso dejé de fumar y comer torrijas, que eran mi devoción, porque al bebé no le gustaban; cada vez que lo hacía me acribillaba a patadas sin miramiento alguno. Nada de todo eso me importó con tal de que la criaturita que viajaba conmigo, lo hiciera en clase Vip, tranquila y confortable.
Durante nueve meses había alojado gratuitamente a un desagradecido al que pusimos nombre antes de conocerlo, Julián, nuestro Julián, con su cunita pintada de arco iris, los peluches mullidos de Julián y el cajón de la cómoda forrado de patucos y baberos dispuestos a mancharse de papilla, Julián rubio o moreno, Julián esmirriadito o morcillón, Julián tapón de corcho o larguirucho, Julián, nuestro Julián, daba lo mismo como fuera porque era nuestro hijo. Entonces lo vi claro: Julián con acento andaluz, parisino, gallego, chino, mejicano o argentino. ¿Qué importaba que fuéramos de Teruel o que no le gustase como madre? Era nuestro hijo y estaba allí, atrincherado en mi vagina. Aparqué el cansancio dispuesta a recuperarlo. Separé aún más las piernas y, bajando la cabeza a la altura de mi creatividad grité: ” ¡Julián, boludo!”, era la única palabra argentina que conocía, “¡o sales de ahí ahora mismo o te inflo a torrijas hasta que revientes!”. Tardó tres segundos en asomar la cabeza y volver a mirarme con ojos de lupa cabreada: “Vos sos una chantajista, ya te dije que no me gustás como mamá”. Tiré de él y lo cogí en brazos antes de que se me escapara. Le contesté temblando de emoción, apretujándole contra mi pecho: “No importa, pimpollín, yo os amo por los dos”. Él no podía callarse, tenía que quedar por encima, como el aceite, y contestó: “andá que no sos cursi vos”.
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