Todo comenzó cuando dos líneas tenues, totalmente verticales, aparecieron delimitando mi entrecejo veinteañero. No treintón ni cuarentón: ¡veinteañero! Desde que tenía dieciocho, mi vista miope y astigmática me obligó a usar lentes con aumento. Con ellos, me sentía intelectual, incluso guapa; olvidarlos en casa, era un verdadero problema; de inmediato, el ceño se fruncía para enfocar un objeto a escasos metros. Ya se imaginarán cómo las sorteaba en la playa. Prefería guardarlos para que no se rayaran con la arena, pero si quería ver algo a distancia, los ojos se dilataban hasta que la piel del área en cuestión se comprimía con la fuerza similar para exprimir un barro. Tal ejercicio tuvo consecuencias notorias, cuando conversaba con alguien, sólo se fijaba en mi entrecejo.

Las dos líneas ganaron profundidad y la parte de en medio se tornó rojiza, lo que provocó infinidad de comentarios: «¿Qué te pasó?». «¡Ve al médico!». «¡Te estás arrugando!». «Deberías ponerte la crema que uso, es costosa, pero buenísima!». Jamás me quejé o pedí opinión, pero mi entrecejo comenzó a tener vida propia. Entonces decidí cortarme un fleco y untarme cremas antiarrugas. ¡Por dios, si era tan joven!

A pesar del ritual nocturno con las cremas carísimas, las líneas se hicieron surcos y el entrecejo se abultó. Parecía entre monstruo y bruja chamuscada. Decidí ponerle fin a la causa: me operé la vista.

Cumplí treinta y mi entrecejo estaba a punto de reventar. ¡Cómo era posible! Ya no necesitaba fruncirlo para ver mejor, pero los hábitos son tozudos. Me colocaba cinta adhesiva para evitar el comportamiento inconsciente y llegué a pegarme un bindi. Nada impidió que floreciera. Medité el asunto: si el entrecejo quería hacerse camino, le facilitaría el trámite de expandirse a su antojo.

Cada mañana se ponía más rojizo. Me empezó a gustar el contraste que hacía con el color de mis ojos y para lucirlo me peinaba con la frente despejada. Mientras más aceptaba a mi inquilino facial, más lo rechazaban los demás. Las recomendaciones se convirtieron en órdenes ofensivas: ¡Necesitas Botox! ¡Te urge una cirugía estética! Estás lista para trabajar en el circo. El entrecejo me susurraba: Eres un espejo que refleja sus necesidades, que no son las tuyas. Aprendí a no engancharme, incluso a reírme de sus ocurrencias. Me juzgaron malagradecida por no recibir la ayuda que de buena fe me brindaban. Con el tiempo llegaron otras personas que aceptaron sin prejuicios el distintivo en mi rostro.

Una noche de luna llena, justo cuando cumplí cuarenta, mi entrecejo entró en trabajo de parto. La piel de alrededor comenzó a desgajarse en pedazos. Un remolino se gestó en mi bajo vientre, giró hasta llegar al ombligo; se expandió en el pecho, recorrió la garganta y salió expulsado como lava por el orificio recién delineado. Sentí cómo esa fuerza se anidaba en el hueco de mi frente y caí exhausta.

A la mañana siguiente, una diminuta piedra preciosa color lavanda me saludó desde mi frente. ¡Mi tercer ojo había nacido!

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