La calle donde mi padre, Yassín al-Alí, tenía su panadería, ya no es calle. Ya no huele a su pan recién horneado. Ahora hiede a pólvora y a muerte. La calle donde mi padre, Yassín al-Alí, tenía su panadería, ahora es un camino arrasado, con un polvo gris seco que lo inunda todo, sediento de agua y de sangre, con edificios muertos.

—Abdulelá, hijo —llamó la atención mi padre, en medio de un bombardeo—. Cuida de tu hermana. No la sueltes nunca de la mano, y recuerda siempre esa historia, esa del más valiente de los hombres, de todos los hombres de esta tierra. Nunca olvides que llevas la vida de Wadhá, tu hermana, dentro de tu mochila —mi padre hizo una pausa, tragó saliva y noté sus lágrimas—. Espera a que lleguemos —me dijo—. Si al amanecer no hemos conseguido volver…, ya conoces el camino. Vuela.

Mi padre me hablaba con voz cansada y, mientras me advertía, intentaba taponar la sangre que manaba del vientre de mi madre, Talia Farhan, en medio de un griterío desesperado, el escándalo de decenas de granadas atronando contra las fachadas y el eco de las balas de las ametralladoras rebotando sobre los edificios.

Mi hermana y yo, desconsolados, los vimos partir camino del único puesto de socorro que aún sobrevivía en la zona. Mi padre, Yassín al-Alí, llevaba en brazos el cuerpo malherido de nuestra madre, saltando por entre los cascotes, envuelto entre las primeras sombras de la noche. Finalmente, desaparecieron de nuestra vista al doblar la última esquina; habían conseguido burlar al francotirador del edificio de la rotonda de al-Jazmati, ese que disparaba sin piedad sobre cualquier cosa que se moviese entre los escombros.

La noche anterior, el ataque de aquellos hombres malos, armados y locos de ira, fue el más aterrador. Mientras nuestro padre buscaba algo de comer entre las viviendas próximas, ellos violaron e hirieron de muerte a nuestra madre. Ella intuyó el asalto y consiguió escondernos, a mi hermana y a mí, entre los cascotes. Pero mi madre no pudo evitar que viéramos el horror y el fuego de aquellos ojos rojos criminales que la acuchillaron con violencia.

Esa imagen quedó fija en nuestras retinas.

Agachados entre las paredes destrozadas, la sirena de un nuevo aviso de bombardeo comenzó a taladrar el cielo de la ciudad. Los que huían, corrían a refugiarse entre los edificios muertos, esquivando también al francotirador de la rotonda.

La noche comenzaba a matar de nuevo.

Wadhá y yo permanecimos escondidos, tras las ruinas de la primera planta, entre bombas amigas y enemigas, solos. La gente se parapetaba tras los muros, preparada con bolsas para escapar, apretujada entre los huecos de aquella calle muerta, envenenada por los proyectiles de cañones y los aviones en vuelo rasante.

Aquella calle, donde Yassín al-Alí, nuestro padre, tenía su panadería, fue un día una calle hermosa. Además del olor a pan caliente, dos tiendas de especias próximas llevaban su esencia a los paseantes; algunos se acercaban allí sólo por sentir aquel aroma entre naranjos. Más abajo, una farmacia, un bazar y un establecimiento de jabonería, pintado de azul. Al otro lado, un negocio de librería de la mujer de un médico europeo, junto a una tienda de té. Al final de la calle, en la esquina más próxima a la rotonda del francotirador, camino ya del aeropuerto, un boliche de tabaco lo acabaron transformando en un local donde vendían armas de todo tipo.

La calle donde mi padre, Yassín al-Alí, tenía su panadería, compartía los barrios de Kaytu y el de al-Aqd, cerca de la rotonda al-Jazmati, en Alepo, un lugar hermoso, hasta que hace años llegó la noche vestida de negro con ojos de rabia.

Y esa noche, una vez más, Wadhá y yo fuimos prisioneros de las ruinas; apenas entraba luz por un hueco entre las vigas, junto a la chatarra de una vieja antena de televisión. Desde ahí oíamos los gritos de los heridos que estaban atrapados. Frente a nosotros, en la azotea del edificio que dominaba la rotonda, la tenue luz de un cigarrillo anunciaba la presencia superviviente del francotirador.

Nadie parecía darse cuenta de nuestra presencia, más que un cachorro de labrador negro comido por pulgas y garrapatas que consiguió trepar hasta el primer piso. El animal se cobijó en una esquina, para morir. Wadhá quiso acercarse hasta él para socorrerlo. La sujeté del brazo y se lo impedí. Ella me miró con sus ojos negros y redondos, como si no entendiera. De repente, el polvo gris y seco de la calle comenzó a sobrevolar entre los edificios, impidiendo nuestra respiración. Tuvimos que taparnos la cara. Wadhá buscó protección entre mis brazos. No lloró.

Nos quedamos dormidos oyendo el estallido de bombas, obuses y el repiqueteo de las ametralladoras.

—“Abdulelá, no permitas que el miedo te gane. Tómatelo como un juego. Tú eres muy bueno jugando, hijo mío. Si no es así, caerás. No saldrás adelante, y tu hermana caerá contigo” —recordé entre sueños aquellas palabras con las que mi padre solía incentivar mi coraje, por si acaso, alguna vez, tuviera que tomar alguna amarga determinación y él no estuviese cerca de mí para guiarme.

Amaneció. Hacía frío. Casi nevaba.

En un descuido mío, Wadhá bajó a la calle a coger agua de un bidón roído por la herrumbre. Fui a rescatarla. De regreso al escondite, ninguna señal de Yassín al-Alí o de Talia Farhan, nuestros padres. Con su falta, llegaba el momento de la decisión; mi decisión.

Tomé la mano de mi hermana con fuerza. Ella la apretó aún más. Miré sus redondos ojos negros. Vi cómo la tristeza los hundía, pero no soltó una lágrima. Nos pusimos en marcha; desde ese mismo instante, ambos supimos que nunca más volveríamos a verlos.

En Granada, entre el Sacromonte y el Albayzin, esperaban nuestros abuelos, los padres de Talia Farhan, mi madre.

Durante el camino, de vez en cuando, Wadhá y yo nos deteníamos y mirábamos hacia atrás, esperando tal vez el milagro.

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